Una consecuencia de vivir en una ciudad chica o en un poblado implica a obligación de salir del lugar de nacimiento para seguir creciendo como ser humano.
Ya escribí un paraíso sobre esas conquistas lejos de casa.
Hay quienes emigran desde temprana edad, cuando estudiar la secundaria requiere trasladarse a otro lugar.
Otros tienen la fortuna de mudarse ya en una juventud un poco más madura para cursar su preparatoria o universidad, también están aquellos que dejan el lugar que los vio nacer debido a su trabajo, o quienes deben partir por condiciones familiares especiales.
Y es cierto, salir es crecer, es explorar nuevos horizontes, entender formas diferentes de ver la vida y aprender de la experiencia.
La gran mayoría sigue este rumbo hasta donde la vida les permita, poniendo en lo alto la bandera de su lugar de origen, llegando a veces a extremos de olvidar o negar el lugar del que partieron.
Pero hay otros que volvemos sabiendo que dejamos tareas inconclusas antes de salir.
Y lo relato como paraíso, porque ese regreso no viene del miedo, ni de la melancolía, o la soledad.
Todo lo contrario, proviene de la necesidad de traer a las siguientes generaciones un poco de lo que el mundo nos dio, y que a nosotros nos hizo falta.
Hay quienes inician el camino de vuelta cuando han vivido suficientes experiencias, bajo una bandera de jubilación, dispuestos a un regreso como sabios, llegando a ser considerados desconocidos por quienes nacieron tras su partida.
Otros regresan tras cortas pero intensas vivencias, en las que absorbieron rápidamente la riqueza del exterior, para enfoca sus esfuerzos en construir cimientos más fuertes para sus paisanos.
Y todas las formas de emprender la vuelta a casa son válidas, mientras unos invierten su energía en descubrir, explorar y conquistar lejos de casa, otros fortalecen el corazón interior, rompen paradigmas en medio de un mundo tradicional y toman la estafeta de aquellos que buscan descansar.
Regresar al lugar de origen implica renunciar a una parte de ser hijo, y aprender a tener pláticas en otro tono con los padres, ante la enfermedad, las complicaciones económicas o los cambios en las tradiciones.
Es sinónimo de ahora ser uno quien consciente a los abuelos como ellos lo hacían con nosotros, y en visitar a los tíos que viven solos. Es comunicar lo bueno y lo malo a los que están afuera, y preparase para recibirlos con emoción en las fechas en que la familia se reúne, apreciando cada vez estos momentos.
También es el descubrimiento de que los que eran amigos cuando te fuiste, no lo son necesariamente en el presente, aceptando la realidad de la disminución del número de amistades y la pequeña desilusión de entender que los amores del pasado siguieron haciendo vida, encontrando nuevas parejas que tienen más compatibilidad de la que uno pudo ofrecer.
Es descubrir hacer nuevos lazos de confianza con personajes que se pueden llevar muchos años de distancia, y te sorprendes tomando el café temprano en el trabajo con una compañera que tiene hijos de tu edad, o platicando en medio de la noche en un parque con un exalumno menor que tu hermano más chico, a quien de pronto te topas cuando sales a correr porque resultó ser vecino.
Se trata de ser adulto en donde fuiste niño, pero en un lugar donde no maduraste, dándote cuenta de que la ciudad cambio al igual que tú, explorando restaurantes y bares que antes no existían, e intentando encontrar negocios que ya desaparecieron.
Aunque haya regresado, quien se fue mantiene esa hambre de seguir descubriendo, lo que se transforma en montones de pequeños viajes, para conocer como la palma de la mano cuanta ranchería, poblado mágico, belleza de la naturaleza o zona arqueológica esté a menos de tres horas de distancia, permitiendo ir y volver en un fin de semana, arraigando las raíces con la región de origen, y apreciando las tradiciones locales con la misma fuerza con la que se aprendió estando lejos del hogar.
Tiene sabor a dormir un fin de semana en Escuinapa, en unas cabañas rodeadas de una llanura costera, o a tomar café y comer pay en Copala, desayunar en El Quelite, o disfrutar paseando por Topolobampo y el Maviri.
Internamente, se trata de conciliar la identidad de lo que el mundo te dio, y tropicalizar esas nuevas ideas con el respeto a las costumbres con las que fuiste educado, formando una personalidad totalmente nueva.
Aunque cueste, es esto lo que hace cambiar la forma en que se celebran ciertas festividades, poniendo a todo mundo a cocinar chiles en nogada en septiembre, o la manera en que ciertos emprendimientos tienen éxito, apegándote a ideas aprendidas en el exterior, llegando a presumir que eres el único que hace en la región lo que te diferencia de quienes nunca se fueron.
También se descubren nuevas facetas, buscando aportar a la comunidad, cuando te afilias a empresarios, artistas, asociaciones o deportistas que aprecian nuevas ideas y buenas prácticas de otros lugares, y si te descuidas, en un abrir y cerrar de ojos, terminas dando clases, y preparando jóvenes para que obtengan oportunidades de salir de la ciudad.
Esto mezcla la alegría de saber que te distingues porque hablas desde la experiencia de quien se fue, y ha regresado, y de ver cómo se van yendo de la ciudad catorce jóvenes a los que les expandiste los horizontes, y los llevaste a cumplir un sueño.
Es alegrarse cada que visitas a un Kikín o a un Julio, recibir llamadas de un Edson para platicar de sus nuevas experiencias, escuchar las preocupaciones de un André, romper paradigmas demostrando que un Güero y un Max tienen potenciales inigualables o sentirse orgullo de un Millo que está presente en el Congreso Federal.
Es cambiarle el significado a un departamento #701, donde a las tres de la mañana suena Humbe y un reducido equipo preparado en medio de una guerra celebra una beca universitaria obtenida en una competición, contra otros grupos más números que tuvieron todas las condiciones a su favor.
Son muchas fotos con un Memo que se llama Emilio y un Leo, cuando ambos saben que se convirtieron leyendas.
Cuando menos de tas cuenta, encuentras tu vocación en servir a tus propios paisanos, transmitiéndoles la experiencia que obtuviste fuera, para que ahora sean ellos los que puedan irse.
Es enfrentar ofertas tentadoras que implican volver a irse, por cariño a una ciudad que sabes que te necesita, que requiere de valientes decididos a quedarse, para combatir la adversidad de quienes frenan el progreso.
Es amar a Culiacán más que nunca en medio de un culiacanazo eterno, y de la podredumbre de un decadente gobierno, transmitiendo la esperanza de que está en nuestras manos forjar una realidad diferente para el futuro de nuestro Estado.
A veces requiere dar explicaciones que no serán entendidas a aquellos que te externan preocupación, intentando convencerte de que desperdicias un potencial enorme manteniéndote en un lugar alejado de donde las tendencias son creadas y desarrolladas.
Esto gracias a que aprendes a disfrutar de la calma y a poner en práctica la paciencia y la contemplación, explorando la naturaleza los fines de semana, comiendo en casa todos los días gracias al aún controlado tráfico y recordando constantemente lo chica que es la ciudad, cuando descubres que tus conocidos se conocen entre ellos.
Regresar a casa para regresar lo que se te ha dado, requiere de más coraje que aquel que sigue alejándose de ella.
Porque mantener el ímpetu de descubrir nuevos horizontes es una decisión de la razón, no libre de riesgos, pero que da la seguridad de saber que mantienes los reflectores sobre ti, mientras que regresar es una decisión emocional, aceptando una posición más discreta, pero más cercana al corazón de tu gente.
Es un paraíso difícil de explicar, más aún cuando aún eres joven, ya que se prepara a fuego lento, y empiezas a disfrutarlo cuando los frutos de estos esfuerzos empiezan a cosecharse años después de que los sembraste.
Es una vocación que mezcla paciencia y confianza en uno mismo, con amor profundo al lugar que te vio nacer.
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© José María Rincón Burboa