Aunque me miren raro y se escuchen murmullos de fondo, me gusta presumir que en mi casa somos cinco hermanos.
En la familia de mi madre son seis, y en la de mi padre también.
El paraíso de esta semana se ha perdido en los últimos años, y cada vez evoca más a tiempos pasados, pero es un grupo bello, incomparable, un lugar seguro al que siempre se podrá regresar, donde se recuerda con cariño, y se sueña con esperanza, donde el amor no tiene límites, y la unión es más fuerte que en ningún otro lugar.
Esta semana hablaré de las familias grandes.
Y es que no existe nada como el recuerdo de ser niño en una familia numerosa.
Hay quienes no tuvieron esta dicha, pero vivieron la experiencia con tíos, parientes o amigos de la familia, donde había muchos hermanos.
Estar en el montón, aseguraba diversión los fines de semana. Inventábamos juegos, y a veces terminábamos peleados por los mismos.
Pero es parte del aprendizaje de ser de una familia grande, desde niño se aprende a negociar, a hacer equipo, a perder y a reconocer las batallas que vale la pena luchar.
Durante las vacaciones era aún mejor, cuando los primos de cierta edad se iban a casa de un tío y los de otra edad venían a la tuya:
Eran semanas de rotar por todas las casas, y de sacarle todo el jugo posible a los veranos. Cada día era una aventura nueva.
Entre los hermanos se forman relaciones de todo tipo.
Yo soy el mayor de cinco, y con el menor tomé posturas más protectoras que con ningún otro, lo acompañé a viajes, iba a verlo a sus partidos y podíamos pasar horas jugando videojuegos, unos años más adelante, hasta me tocó ser su profesor.
Con mis hermanas recuerdo los primeros años que vivimos en Guadalajara, donde le hacíamos caldo de pollo y le comprábamos medicamentos al que estuviera enfermo, nos preocupábamos por quien tronaba con su pareja y pasaba noches llorando en su cuarto, celebrábamos los cumpleaños con pequeñas sorpresas e hicimos corajes juntos cuando se metieron a robar a la casa.
Y con cada uno de ellos, se va formando un lazo diferente, por una historia que los rodea, y momentos de todo tipo donde la unión familiar los sacó adelante.
De la misma forma, este paraíso tiene su parte nostálgica, cuando los hermanos van saliendo de casa, y la familia se reparte en muchas ciudades, llegando en ocasiones a diferentes países.
Y cada uno va siguiendo su propio camino.
Sin embargo, esto propicia que los momentos de reencuentro sean únicos, conforme cada integrante va llegando de esas experiencias, y va contando lo que ha vivido.
Estas vivencias parecieran separar a los hermanos y a los padres, llegando incluso a costar el entendimiento de temas que pueden ser ajenos a ciertos integrantes de la familia, pero no es así.
En los rostros de los padres se esbozan sonrisas, orgullosos de ver que los horizontes de los hijos son más profundos que los propios, y que han cumplido con su misión de educar a la siguiente generación mejor de lo que ellos fueron educados.
Con el paso de los años, cada vez son menos estas ocasiones de reunión, y por lo mismo, se van volviendo más valiosas, y más entrañables.
A veces, el hecho de que los hijos estén en diferentes lugares propicia pequeñas reuniones inesperadas.
Podrán estar en una ciudad donde ninguno vive, pero en cuyo aeropuerto coinciden al tomar alguna conexión, o darse cuenta de que asistirán a una misma boda, de pronto la sorpresa ocurre en reuniones informales a las que no tenías planeado asistir, y por algún motivo, terminas topándote con ese hermano o hermana.
La familia va creciendo con el pasar de los años, y de pronto, a la mesa se van uniendo las parejas, y después, los hijos.
Y aunque no hayas crecido con ellos, me atrevo a decir que el amor hacia estos nuevos integrantes está ahí como si siempre hubieran estado.
Los cuñados se van convirtiendo en tus hermanos, y los sobrinos en hijos, al grado de decir que estarías dispuesto a hacer lo que sea por ellos.
Este paraíso también se manifiesta en momentos difíciles:
Cuando se sientan a platicar de un momento económico complicado, o de un fallecimiento.
No hay nada como el sentimiento de cercanía, de apoyo mutuo y de total transparencia, para salir de las tristezas momentáneas de los momentos más vulnerables de nuestras vidas.
Es en estas familias grandes donde todos pueden ver la tragedia de forma diferente, y tanto los recuerdos, como la visión sobrenatural y la empatía hacia el otro, ayudan a salir adelante después de esos momentos donde pareciera que todo está perdido.
Es este abrazo y estas palabras de aliento las que uno agradece, tomando ánimo y siguiendo adelante en el camino.
Desde ciertas perspectivas, pareciera que en estas familias faltan muchas cosas, porque se viaja poco y al menor le toca heredar la ropa que antes ya había sido heredada, los libros de la escuela no deben rayarse para que el siguiente en la línea pueda usarlos, y ante la necesidad de darse abasto, las madres preparan alimentos sencillos y rápidos, que alcancen para todos.
Hay otras opiniones, que dicen que cuando los hermanos son muchos, habrá peleas constantes o que los padres no pueden darse el tiempo de darles la atención necesaria.
Tal vez todo esto tenga un poco de verdad, pero se ignoran muchas otras cosas que solamente ocurren en las familias numerosas, donde a diario se aprende a ayudar, a cumplir con tus responsabilidades, a disfrutar de la compañía de otros y reconocer la importancia de mantenerse unidos.
A pesar de que sea un paraíso en extinción, creo que vale la pena dedicarle el escrito de una semana.
Está desapareciendo no solamente porque el mundo pareciera verlo con malos ojos, también porque cada vez es más difícil para aquellos que desean formarlo, en un mundo de ritmo acelerado y precios elevados.
Es aquí donde pienso en los fundadores de estas familias grandes.
En esos padres generosos, dispuestos a darlo todo por sus hijos, que asumen la responsabilidad de crear una vida y formarla.
Es la labor más noble del mundo, y entre mayor sea la descendencia, es aún más notorio el amor hacia cada uno de los nuevos integrantes que llegan a la familia.
Algo que agradezco a mis padres, y a mis abuelos. Que me dieran el regalo de formar parte de este paraíso.
© José María Rincón Burboa