Cada quien le asigna un sabor y un olor diferente, sin embargo, todos coinciden en que se da mejor en compañía de los hermanos y familiares, cuando todos se reúnen a la mesa, y desde la cocina sale un aroma que anticipa el manjar por disfrutar.
Es algo básico, necesario para la vida, ligado a recuerdos de infancia, y que evoca a la reunión.
Sabe a regresar a casa después de periodos viviendo lejos, o a las tardes después de la escuela.
Lo detectas desde que estás a punto de llegar a la puerta de tu casa, después del trabajo o lo escuela, y te alcanza un olor delicioso.
O bien, estás despertando después de una noche tranquila, y mientras tus ojos se acostumbran a luz del día, tu olfato hace rugir al estómago, detectando la delicia de lo que se está preparando en la cocina.
El paraíso de hoy, es el de la comida de mamá.
Y es que cada persona la recuerda de una forma diferente:
Para algunos viene cargado de un olor a hornilla, en la que se prepararon, desde cero, las tortillas y los frijoles, en el mismo fuego donde se hirvió la leche para la preparación del queso o el requesón, junto al molcajete donde se molieron los chiles y tomates para la salsa, a pocos metros del lugar donde los animales eran sacrificados.
Para otros, la comida de mamá trae recuerdos de una mesa con los hermanos, después de la escuela, aun con uniformes puestos, en la ciudad, platicando de cómo había ido el día y de las tareas que debían hacerse en la tarde, mientras ves un partido de fútbol en la tele, o te peleas con tus hermanos por ver caricaturas.
De más grande, tiene sabor a llegar cansado del trabajo, y ser sorprendido con un pequeño, pero especial detalle, que te levanta los ánimos.
No es caprichoso, se adapta al momento del año y a las necesidades del momento:
En tiempo de frío y de gripas, cuando se vuelven famosas las recetas que se sirven humeando y que calentará el cuerpo:
Como la cazuela de la abuela, o el sencillo, pero siempre delicioso caldo de pollo, con muchos corazones e hígados.
En tiempo de calor se adapta de pronto a la receta especial de mariscos que ningún restaurante cinco estrellas sabe igualar, o a un fresco gazpacho como los que prepara la tía Letty.
Claro, siempre acompañado de bebidas, igualmente echas por ellas, ya sea de jamaica, horchata o cebada para los momentos en que las temperaturas suben, o chocolate caliente y champurrado cuando el frío así lo dicta.
A veces se viste de lujo, replicando recetas elaboradas, y se engalana más cuando muchos participan: como cuando los dieciséis de septiembre, en casa de mi madre, preparamos los chiles en nogada, una celebración que empieza desde el día antes.
O en casa de los Méndez, donde el pozole es obligación en esas mismas fiestas.
Aún más complejo es el un mole que prepara un estimado amigo poblano, siguiendo la receta de su madre, todos los días dos de febrero y dieciocho de agosto para celebrar su cumpleaños y el de su hijo menor.
Y hasta una vez, que mi madre nos dirigió en la preparación de tamales de camarón, tarea que a nadie nos gustó, pero que disfrutamos una vez que pasó del plato a nuestros estómagos.
Pero hay ocasiones en que basta con recetas sencillas, este paraíso no es necesariamente complicado, como ciertos fideos secos que sé que me esperarán cada vez que vaya a Vallarta, o unos deliciosos huevos preparados al gusto, según “la receta de la abuela”, que sirven en un acogedor restaurante de un segundo piso en el centro de Navojoa.
Según el lugar y la compañía, las recetas de mamá pueden tomar formas diferentes, pero siempre con la misma finalidad de que los demás puedan disfrutarlas.
Todos tenemos esa comida favorita que nos lleva a un lugar y momento específico:
Un platillo que no puede ser replicado, y que solamente mamá, o la abuela, podrán prepararnos.
Y muchas veces, cuando nos tenemos qué ir lejos de casa por largos periodos de tiempo, toca invertir algunas horas en el teléfono para intentar aprenderla, y en cierta medida, buscar hacer algo similar, pero nunca, absolutamente nunca, se llega a dar el mismo sabor que nuestra madre sabe darle.
En situaciones así, a veces uno se ve amparado por ángeles que tienen sazones similares al de casa, como el que encontré en Avenida de los Pirules, en Ciudad Granja, en la casa verde donde los Tafolla se convirtieron en familia extendida, y doña Laura nos preparaba los mejores alimentos, u otra casa en Culiacán, en la esquina de Manaslu y Ceboruco se ha hecho de una gran clientela gracias a los sabores dignos de este paraíso que ofrece con sus platillos.
Estas personas no solo comparten el alimento, es más, saben bien que con esas comidas, ofrecen esos recuerdos a sus comensales, supliendo el sabor de mamá con recetas que ellas replican, preparando las mejores tostadas, flautas y tacos dorados que uno pudiera probar.
Y si la comida de mamá es un paraíso, la de la abuela ni se diga.
No hay persona que yo conozca que no disfrute con gozo la cazuela que la madre de mi madre prepara.
De ella también es la receta de un pan de mujer único, receta perfeccionada en aquel campo entre Eldorado y Costa Rica.
Y de postre, un lechatole, platillo de vista no tan agradable, pero sabor incomparable.
Más de una vez me han sobrado pretextos para llevarle una cabeza de res, que aun pasados sus ochenta años, limpia con destreza, y deja toda la noche en la olla, para despertarnos con el delicioso aroma del que considero un desayuno propio de los dioses.
El ingrediente más importante de todo lo que cocina, es el cariño, mismo que se descubre cuando sonríe al vernos saborear lo que preparó para nosotros, con tanto amor.
Las recetas de mamá son algo único, la mesa de la familia, cuando está llena, es inigualable, el ambiente que rodea la preparación de los alimentos, y más aún cuando se preparará entre varios, es único.
Esos platillos que se han transmitido de generación en generación y que la madre de familia prepara sabiendo que llegarán al corazón de sus hijos, no tienen comparación.
Es un paraíso especial, que todos deseamos que sea eterno, y que nos acompañe toda la vida.
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© José María Rincón Burboa