Todo comenzó en Madrid. Capitulo 1

Colaboración de Gerónimo Martínez García para la revista Vida Pública. Novela titulada "Todo comenzó en Madrid"
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Sinaloa Seguridad Alimentaria

15 de Diciembre de 2023

José Marmolero Olea era capitalino, es decir, oriundo de Ciudad de México. No de cualquier lugar de dicha ciudad, sino de Tepito, o, para mayor precisión, de la colonia Ferrocarril Cintura, un barrio aledaño. Vivió hasta pasados los veinte años en la casa donde nació. Su padre, ferrocarrilero, murió siendo él un niño de dos o tres años. No guardaba recuerdos del hombre; lo conoció por medio de las fotografías que adornaban la sala, más otras que su mamá guardaba y que solían mirar juntos.

El deceso ocurrió por un accidente de trabajo, por lo que la viuda recibió las prestaciones de ley, tales como un bono por muerte accidental, gastos de marcha y una pensión para su manutención y la del pequeño; en este caso, hasta que alcanzara la mayoría de edad. El marido había construido la casa en un lote de 400 metros cuadrados. La construyó con buena visión: al fondo, a fin de dejar el máximo espacio libre en el cual construyó viviendas chicas, de dos recámaras, una cocineta, salita, un WC y una regadera. Previsoramente, escrituró todo a nombre de la señora. “Si muero, podrás obtener rentas que juntamente con la pensión por viudez te permitirán vivir con alguna holgura.”

Como decían las abuelas: “tuvo boca de saurín”, porque murió cuando la máquina que conducía descarriló una noche de lluvia a consecuencia de un deslave repentino en una zona montañosa. La organización sindical realizó todas las gestiones pertinentes a fin de que la señora y el pequeño recibieran los beneficios que el contrato de trabajo establecía para dicha eventualidad. La mujer asimiló plenamente su estado civil; se aferró al recuerdo del difunto y borró de su mente la idea de unirse a otro hombre; tenía mucho en que ocuparse: el cuidado y la educación de José, el hijo del José muerto. El huérfano, a su vez, se aferró a la madre e hizo con ella un binomio muy macizo. Asistió a las escuelas oficiales de educación básica del rumbo y en su momento a un bachillerato del Instituto Politécnico Nacional. Más tarde, se le vio en la escuela de economía de dicha institución, a cuyas aulas acudía por la mañana.

Le gustaba el estudio y sintió que podía realizar otra carrera; se inclinó por el periodismo y se inscribió en el turno vespertino de la prestigiada escuela “Carlos Septién García”. No fueron decisiones sin sustento: resultaron de la influencia de inquilinos de su madre. En una vivía con su esposa un joven profesor de la escuela de economía de quien recibió entusiastas explicaciones sobre el inmenso universo laboral que se ofrecía a los practicantes de las ciencias económicas. Otra era ocupada por Leoncio Gómez Manríquez, un joven que hacía carrera como reportero de página roja de un importante diario de circulación nacional. Éste lo entusiasmó para que se inscribiera en “la mejor escuela de periodismo de México y de América latina”. Fueron tan elocuentes los cicerones académicos que lo entusiasmaron por igual. Pero lo sumieron también en la confusión y la indecisión.

Pepe Marmolero, ya para entonces se le conocía con ese nombre, llevó su indeterminación a la confidencia con su mamá. La señora le dio la solución: “no te angusties: haz las dos carreras, una en la mañana y la otra por la tarde. Tienes lo que se necesita: buena cabeza, te gusta el estudio y una cosa muy importante: no tienes necesidad de trabajar para pagarte los estudios: gracias a Dios, y a la previsión de tu padre, disponemos de medios para hacerle frente a los gastos de las dos escuelas. Eso sí: tendrás que dedicar más tiempo a los libros a costilla de otras posibilidades. Me entiendes, ¿verdad?” Sí que lo entendía: menos fiestas, menos reuniones con los amigos y las chicas. Siguió el consejo de la madre y un día se lo vio yendo de un plantel a otro. Sería economista con especialidad en periodismo, o al revés: periodista con formación económica. 

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Maricruz Rocablanca Obispo era mazatleca; compañera de estudios de Pepe Marmolero en la escuela de economía. Vivía en una casa de huéspedes regentada por sus dueños, una familia de empleados jubilados que sumaban a los ingresos por las pensiones que recibían del ISSSTE el producto de las mensualidades que cobraban a sus inquilinos. El matrimonio sólo admitía mujeres, fueran estas estudiantes o trabajadoras. Siempre un número fijo: seis. Dos por habitación. La mensualidad cubría hospedaje, baño colectivo y alimentación.

El cuidado de la ropa y todo otro servicio estaban excluidos. Cualquier visita masculina no podría ir más allá de la sala familiar, regla que se debía atender rigurosamente. La violación de dicha condición traía consigo la expulsión sin derecho a réplica. Tal restricción daba confianza a las familias que dejaban a sus hijas al cuidado de la pareja de viejos jubilados. Como los de Maricruz. 

Pepe y Maricruz congeniaron desde el primer día de clases. Al encuentro de los ojos siguió una sonrisa espontánea de simpatía. Nunca supieron por qué. Sólo entendían que se hallaban muy a gusto estando juntos. Pronto cultivaron una amistad que los llevaba a compartir funciones de cine, charlas de café, paseos por los parques y, desde luego, las sesiones de estudio en la biblioteca de la escuela. Atacaban las tareas juntos, lo que les facilitaba deshacer los nudos problemáticos, cosa de singular significación cuando se trataba de las ciencias cuantitativas, como el cálculo de probabilidades o los intríngulis de la econometría. Cuando Pepe acompañaba a Maricruz a la casa de huéspedes, invariablemente la dejaba en la puerta del inmueble. Nunca pretendió cruzar el umbral ni ella lo invitó jamás. Como si el marco del portón pusiera una barrera entre los dos mundos que no se debía franquear. Como si se tratara de valores entendidos, el chico nunca la invitó a que conociera su casa ni a su mamá. 

No eran novios, ni pareja sentimental. Sólo amigos. Muy cercanos, eso sí. Se extrañaban. En el fondo, los dos intuían que en algún indefinido futuro algo tendría que suceder. Pero no había prisa. A partir de cierto momento, se descubrieron llamándose paisanos. “¡Buen día, paisano!” “Qué tal, paisana, ¿cómo estás?” Hasta que llegó el “paisa”, más íntimo y breve. En realidad, no había base alguna para llamarse recíprocamente de esa manera, porque habían nacido y crecido en ámbitos muy lejanos y distintos. Para empezar, entre el puerto y Tepito mediaban 1000 kilómetros y Pepe Marmolero sólo conocía Mazatlán por fotografías y a través de las emocionadas descripciones que de este le hacía la muchacha. 

G

Una tarde de diciembre, cuando cursaban el penúltimo semestre de la carrera, los jóvenes se encontraron en la puerta de la escuela. Fue evidente que la chica lo estaba esperando, porque en cuanto lo vio llegar se abalanzó hacia él y lo estrechó fuertemente, o más bien se arrojó a sus brazos, como si buscara su protección, al tiempo que fuertes sollozos estremecían su cuerpo.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —le preguntó, manteniendo el abrazo y sin atinar a hacer ninguna otra cosa. 

Por toda respuesta, Maricruz se desprendió del abrazo y lo tomó de una mano.

—Ven. Aquí, no. 

No soltó su mano hasta que llegaron a un jardín. La joven se sentó en un arriate circular que rodeaba un macizo de plantas de ornato de la estación. 

—Siéntate —le pidió, con un tono que mediaba entre una súplica y una orden. 

—Cuéntame. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así? Me asustas. 

—El ingeniero Márquez.

Pepe Marmolero sabía a quién se refería su amiga: Márquez era el maestro por antonomasia del área cuantitativa. Enseñaba matemáticas superiores, estadística descriptiva y de probabilidades y econometría. Era famoso por su dureza para calificar. No era afecto a otorgar altas calificaciones y había que sudar para aprobar sus cursos. Las tasas de reprobación eran muy altas y un porcentaje nada despreciable de sus alumnos se iban año con año a extraordinarios. En este último caso ayudaba que quienes se encontraran en dicha situación tomaran cursos de regularización que, se rumoraba, eran impartidos por exalumnos del maestro. ¿Un pequeño negocio? Había quienes así lo creían.

—Sí. Sé a quién te refieres. Pero qué pasa con él. ¿Qué te hizo?

Maricruz sacó un pañuelo del bolso, se secó las lágrimas y atajó un moquillo que amenazaba salir. Miró a su amigo a la cara. Sus ojos estaban aún húmedos y de un color rojo, el que sigue a la irritación que deja el llanto. Lo tomó por las manos. Con fuerza. Lo miró directamente a los ojos. Pepe Marmolero le sostuvo la mirada.

—El maestro me invitó a un café en la cafetería del Sanborns de la Torre de Petróleos.

—¿Y?

—Me dijo que no creía que fuera a aprobar el curso. 

Pepe Marmolero sintió que un algo extraño se movía en el bajo vientre al intuir lo que seguía. 

—Tienes a tu favor notas más que suficientes. Hemos hecho todas las tareas. No hemos fallado. Hemos aprobado todos los parciales. Así que no va por ahí. Cuéntame. ¿Qué más te dijo? 

—Que mis notas no alcanzaban para tanto. Que recordara lo que nos había informado el primer día de clases: que lo más importante para aprobar la materia era el examen final. Que éste valía 80 % y que las tareas y exámenes parciales, el 20% restante.

José Marmolero recordó que el profesor tenía una forma exclusiva de hacer los exámenes de fin de curso: entregaba a cada alumno unas hojas de papel que consignaban 25 problemas matemáticos, econométricos o estadísticos, según la materia de que se tratara. En otra hoja, en la parte superior, a mano y con tinta roja, escribía el nombre del alumno y tres números, correspondientes cada uno a los problemas que debía resolver. Explicaba el profesor que mediante dicho sistema de evaluación obligaba a los estudiantes a estudiar todos los temas del programa, porque como no sabían qué tema les iba a tocar tenían que conocerlos todos.  

Maricruz abatió la cabeza. Miró al piso. Se estrujó las manos. Luego lo miró a los ojos otra vez. Y continuó:

—Me dijo que nunca podría resolver los problemas que me asignaría, porque serían los tres más difíciles de la lista. Pero que había una solución.

—Dime.

La voz del muchacho había adquirido un tono duro. 

—Que me acostara con él. Que no había prisa. Que tenía de plazo hasta fines de enero, cuando debía entregar las calificaciones finales. Que le hiciera saber mi decisión antes de salir a vacaciones o al volver. Que, a cambio, me haría saber los problemas que había escogido para mí y que me daría las respuestas correspondientes. “Te garantizo un 9, no un 10 porque éste le corresponde al maestro”. Luego puso un billete de banco sobre la mesa y se retiró. 

—¿Cuándo sucedió?

—Ayer por la tarde noche. 

—¿Le dijiste algo?

—Nada. No me dio tiempo. Salí del restaurante como sonámbula. No me lo podía creer. No dormí esperando que amaneciera para contarte. ¿Qué hago? Estoy desesperada. Me parece asqueroso. A nadie se lo puedo contar, sólo a ti. 

Maricruz se hizo un ovillo sobre las piernas. Pepe Marmolero la abrazó mientras su mente buscaba hilos que atar. Luego, se hincó ante ella. La tomó por la cara y mirándola fijamente le dijo: 

—Lo vamos a crucificar. 

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Cuando la chica se tranquilizó, reflexionaron sobre la situación y elaboraron un plan. El objetivo era armar un expediente que pusiera al desnudo el proceder del maestro y obligar a las autoridades de la escuela a proceder contra él. 

―Hay dos posibilidades: que seas la excepción o que seas una pieza incidental de un modus operandi. Me inclino por lo segundo. Es decir, hoy fuiste tú, ayer otras y mañana otras más. No es raro. Es sabido que en este país y aun en el extranjero algunos maestros extorsionan a sus alumnos para conseguir favores sexuales y aun dinero. La amenaza es la misma: aprobar o no aprobar un curso. Se sabe que tal cosa sucede, pero nadie lo denuncia y cuando tal cosa acontece se le echa tierra. A las instituciones educativas no les gusta la mala fama que les procuraría el que se hiciera del conocimiento del público que tal conducta es observada por algún miembro del claustro. Y como no hay castigo, el monstruo sigue haciendo de las suyas. 

En esos términos se había expresado José Marmolero ante la mirada y los oídos atentos de su amiga.

―Vamos a trabajar en varios frentes ―le dijo y continuó―: de entrada, nos vamos a ocupar en identificar casos similares al tuyo. Hay que ir con mucho tiento. Para lograr tal cosa, voy a imprimir unas tiras de papel con una pregunta: ¿Has sido objeto de acoso sexual por algún trabajador de la escuela? Las vamos a dejar caer subrepticiamente en diferentes lugares de la escuela, como los baños, los salones, la cafetería. Y observaremos las reacciones, tanto del estudiantado como de los maestros y autoridades. Y como no queriendo la cosa, propiciaremos el comentario. Tanto de chicos como de chicas.

―¿Por qué involucrar a los chicos?

―Aunque no lo descarto, a los varones más que servicios sexuales les pedirían dinero. La venta de calificaciones es muy común, más de lo que te imaginas. Aunque nos vamos a enfocar en las muchachas.

Pepe Marmolero estaba en lo justo. 

Al día siguiente, muy de mañana, desparramó por la escuela las tiras de papel que había mencionado. Y esperó las reacciones de alumnos, profesores y del resto del personal. 

A media mañana, en el baño de mujeres, Maricruz Rocablanca coincidió con un grupo de chicas que platicaban del tema. Una de ellas hablaba con desenvoltura.

―Yo no hablaría de acoso. Sino de un mero intercambio comercial. No te da la cabeza o la pereza te domina, pero necesitas el título, la solución está a tu alcance. La fórmula es diáfana y contundente. Hasta la podría escribir en el pizarrón: B or C

Luego, sin dar más explicaciones, arrojó en el cesto de la basura la toalla de papel con la que se secaba las manos y salió del tocador.

Maricruz salió tras ella; era la primera reacción explícita que conocía y no se la podía desperdiciar.

La muchacha era de buena andadura, por lo que Rocablanca tuvo que acelerar el paso para alcanzarla y ponerse a su lado.

Cuando se le emparejó y se acopló al ritmo de sus trancos, le preguntó con una voz que acusaba el esfuerzo realizado.

—Perdona que te interrumpa, pero me dejaste intrigada.

La muchacha se detuvo y la miró un poco de arriba abajo ya que la aventajaba en estatura.

—¿Por qué? ¿Qué hice?

—Lo de B or C.

—Ah, ¿eso? No tiene ciencia. Bed or Cash. Muy simple. ¿Lo ves?

Aunque Maricruz comprendió el mensaje oculto tras las letras, quiso corroborarlo. 

—Mira. Voy a pecar de ingenua, pero no me queda claro. ¿Podrías ser explícita?

—Claro. Aunque insisto en que no hay nada de ciencia en ello. Te explico. Si crees que no puedes con alguna materia, es posible que el maestro esté dispuesto a ser generoso si pones en su bolsillo una cantidad de dinero o consientes en compartir su cama. 

—¿Cómo lo sabes?

La chica la miró como dudando. Pero se decidió.

—De primera mano. No sé si debo ser más clara. Te voy a explicar. Estoy en la escuela para darle gusto a mi papá que quiere que tenga un título de educación superior. Piensa que dicho papelito me protegerá en el futuro. Ignora que con toda seguridad sólo me servirá para conseguir un puesto de analista en alguna dependencia publica o del gobierno de la ciudad; mal pagado, de seguro.  Se empeñó y realizó todos los trámites de rigor para ponerme aquí. Pero a mí eso del título me tiene sin cuidado. Así que me la voy llevando tan tranquila como puedo. Estudio estrictamente lo necesario para pasar las materias, pero si se ponen difíciles y vislumbro la regla del B or C, le entro. ¿Entiendes? A veces es B, otras, C. En unos meses terminaré la carrera y me dedicaré a otra cosa. 

—¿Es muy común?

—¿Qué cosa?

—El juego de palabras.

—Si tu pregunta es si todos le entran, en honor a la justicia, debo decirte que no. Son pocos, pero los hay en todas partes. Por ejemplo, si te gusta el voleibol y quieres entrar en el equipo de la escuela no te extrañe que por ahí te encuentres con un entrenador que te pida que seas cariñosa con él. ¿Me entiendes? Aunque ese tipo de gente hace daño, ahí están. Y seguirán ahí.

—¿Lo saben las autoridades?

—Desde luego, pero callan.

—¿Por qué no los denuncian?

—¿Qué logras con ello? Nada. Te podría decir que es un mal necesario.

—¿Deveras?

—Claro. Es un ejemplo de la corrupción que existe en este país. Te doy otros ejemplos sencillos. Si eres constructor y quieres acelerar los permisos, le untas la mano a la o a las personas debidas. ¿Necesitas una licencia de manejo y te falta algún documento? No hay problema: es muy probable que encuentres a alguien que te ayude a salvar el escollo. A cambio de algo, desde luego. No es cuestión de ética, sino de ser prácticos. Aquí en la escuela, y seguramente en otras también, hay personas que prestan esa ayuda que necesitas. 

—Pero podría ser el caso de que no la pidas, sino que te pretendan obligar a jugar ese jueguito.

—También se da esa situación. Pero lo juegan los mismos. Tú no los buscas. Ellos lo hacen para obtener de ti la B o la C. Tienen la sartén por el mango. 

—¿Y si te niegas? 

—Te reprueban y te hacen la vida imposible.

—¿Nadie se escapa?

—Si. Los más fuertes e inteligentes. Y resistentes a la presión. Hombres y mujeres. 

—¿Cómo saber quiénes son? 

—Lo voy a poner en términos más amplios. Si se trata de alumnos de pocas luces o perezosos y obtuvieron buenas notas en las materias difíciles, es muy probable que hayan pecado por la B o por la C. Si se fueron a extraordinarios, es probable que hayan resistido. Pero te repito: no es la regla. Esto sólo lo juegan un par o una tercia de profesores.

—¿Quiénes?

—Los que enseñan las materias más duras.

—¿Matemáticas, por ejemplo?

—Vas bien. 

—¿Podrías nombrarlos?

—Yo te puse en la pista. Averígualo. Si me entendiste, ya sabes por dónde buscar.

Dio una inclinación de cabeza, como cuando uno da por concluida una charla, sonrió en una forma enigmática, y reemprendió la marcha interrumpida por Maricruz. Pero después de unos segundos se volvió sobre sus pasos. Hurgó en su morral y tras bucear en el fárrago de cosas que llevaba en su interior extrajo una tarjeta de visita y se la extendió.

―Esto te puede servir. Seguramente estás entre los que andan repartiendo las tiras sobre el acoso. Suerte. 

Luego retomó el sendero.

Maricruz la miró por algunos segundos y se encaminó en busca de Marmolero para ponerlo al tanto de lo que había obtenido. Había dado los primeros pasos cuando miró la tarjeta. Era de visita. La miró por los dos lados. Sintió que el corazón aceleraba el rimo súbitamente.  

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Lo divisó en un pasillo de la escuela, entre un grupo de muchachas. Probablemente conversaban del tema, el cual había llamado la atención de la comunidad escolar, es decir, de alumnos, maestros y personal de apoyo. Tal vez también de las autoridades, pero eso no había manera de saberlo. 

Se incorporó silenciosamente al grupo ―no era apropiado interrumpir― y prestó atención a lo que se decía.

—Por supuesto que en la escuela hay acoso.

Tal cosa afirmó una jovencita blanca y pecosa de facciones finas.

—No es que sea una cosa generalizada, pero existe. Me consta.

Esto último hizo latir aceleradamente el corazón de Maricruz y probablemente también el de su joven amigo.

—Explícate —le pidió Marmolero, como si no tuviera en el asunto un interés mayor—. ¿Alguien te hizo objeto de acoso sexual? 

—Desde luego.

—¿Quién? —le preguntó Rocablanca con una voz que apenas podía disimular su emoción.

—No es fácil decirlo, porque, de saberse, la persona nombrada podría exigir pruebas y no podría darlas. Sólo podría exponer las circunstancias, pero nada más. Dónde ocurrió, qué me dijo, cómo es que me contactó y citó; pero no podría probarlo, porque no hubo testigos. Mi palabra contra la de él. Perdería y el descrédito caería sobre mí. Porque, por otra parte, en casos así, la conclusión generalizada es que una tuvo la culpa. 

—Cierto, terció otra de las chicas.

—Pero a nosotros nos puedes decir cosas; no pediríamos pruebas.

Quien opinaba ahora era Pepe Marmolero. 

—¿Qué, por ejemplo?

—¿Cómo te contactó? ¿A dónde te citó? ¿Qué te pidió? ¿A cambio de qué?

—Ocurrió de manera casual. Nos cruzamos en un pasillo de la escuela. Nos saludamos. De pasada, como sucede cuando te encuentras a alguien conocido. Pero me hizo señas de que me detuviera. Me tomó por los hombros, como lo hace una persona mayor con su hijo o con un sobrino. Me dijo que había un problema con mis notas y que quería platicarlo conmigo. Y me invitó a un café.

—¿Dónde? —quiso saber Maricruz. 

—En el Sanborns de la Torre de Petróleos. Yo creo que acostumbra a ir a ahí, porque la mesera del área se dirigió a él con alguna familiaridad, la que se crea cuando eres habitual de un lugar. Sin preguntar, acercó dos tazas y sirvió café. Preguntó si se nos ofrecía algo más. Negué con la cabeza y el negó de la misma manera. Cuando la mucama se retiró, puso azúcar en su café, meneó con una cucharilla, la puso a un lado y dio un trago. Se quejó del sabor. Dijo algo así como que a esa hora el café era el más malo del día. Enseguida entró en materia. Extendió un brazo, puso una mano sobre la mía y mirándome directamente, como si me fuera a revelar un secreto muy bien guardado, me dijo con voz grave.

—Tus notas del semestre dejan mucho que desear. 

Retiró la mano, que dicho sea entre paréntesis estaba exageradamente tibia, echó el cuerpo contra el respaldo y continuó:

—Temo que no te alcancen para aprobar el curso. 

—¿Por qué?, le pregunté, sin saber a dónde iba su discurso.

Me dijo:

—Te voy a explicar. 

Adoptó un aspecto más grave todavía.

—La dirección del plantel nos ha indicado que, para elevar la calidad académica de la escuela, aumentemos el nivel de exigencia de los cursos. Sobre todo, en los exámenes finales. En congruencia con dicha instrucción, los exámenes de fin de semestre van a ser especialmente rigurosos. Te aseguro que casi ninguno los va a pasar. La mayoría irá a extraordinarios. 

―Luego calló, como dando tiempo a que reaccionara en algún sentido.

—¿Qué hiciste? —preguntó alguien.

—Me quedé callada para conocer el resto de la historia. Y como no reaccioné como tal vez él esperaba, se vio obligado a descubrir sus cartas.

—Es probable que no apruebes mi materia, lo que te obligará a ir a extraordinarios. 

―Le dio un sorbo a su café. Hizo otra vez un gesto agrio, de desaprobación. Puso la taza en la mesa y siguió. Parecía haber perdido el hilo de la conversación. Como si mi silencio le hubiera quebrado alguna línea argumental armada en su mente.

—Una aduana tanto o más difícil que el ordinario, porque en este caso tendrías que prepararte sola. Si con la dirección del profesor es difícil, ya te imaginarás cómo será si no cuentas con ella.

—A esas alturas, ¿sospechabas ya para dónde iba? —preguntó una chica.

—Sí. Ya había intuido su juego, pero lo dejé a que abriera las cartas. Y finalmente lo hizo. En una forma muy burda, como un mal comerciante, o como los burócratas corruptos de baja estofa. Como si se tratara de un favor muy especial, me dijo: “Claro que siempre habría alguna manera de evitar dichas dificultades.” 

―Lo miré con cara curiosa, pero sin preguntar.

—Te voy a explicar. Tú sabes cómo hago los exámenes finales. Lo expliqué el primer día de clases. ¿Recuerdas?

—Negué con la cabeza y lo miré a los ojos como si tuviera un gran interés.

—Te lo explico de nuevo. Entrego a los sustentantes un par de hojas con un cierto número de problemas, con la indicación de que deberán de resolver los 3 que le indico a cada uno en una hoja aparte en la que consigno su nombre. ¿Ahora sí te acuerdas?

—Creo que sí contesté como si se me hubiera abierto la memoria. 

—Como a todos, seleccionaría para ti 3 problemas, que no creo que pudieras resolver.

—¿Por qué?

—Porque escogería los más difíciles. No aprobarías y tendrías que ir a extraordinarios, con todo lo que eso supone.

—¿Qué supone? pregunté haciéndome la ingenua.

—Para empezar, estudiar como posesa durante todo el periodo vacacional. Tú sola, sin ayuda. Lo que te impediría dedicarte a pasear y salir a fiestas con tus amigos.

—¡Ah! Se trata del profesor Márquez. Es el único maestro que califica así —dijo una chica que conocía el sistema del docente.

—Es tu conclusión; yo no he nombrado a nadie.

—¿Qué siguió? —preguntó Pepe Marmolero, cuyo interés estaba en otro lugar. Él ya sabía el nombre.

—Moví la cabeza afirmativamente, pero en silencio, como si la luz se estuviera abriendo paso en mi cerebro. Después de algunos segundos, como si ya hubiera entendido, le pregunté: seguramente usted tiene la solución que me ahorraría experiencia tan desagradable.

—Sí. Yo te podría decir los problemas que te asignaría y las soluciones correspondientes. Te las aprenderías y sólo tendrías que ponerlas en la hoja del examen. 

—Moví la cabeza de nuevo, como si me estuviera haciendo cargo de su propuesta. Entiendo, le dije, acompañando la palabra con movimientos afirmativos. Luego lancé la pregunta que seguramente estaba esperando: ¿a cambio de qué?

—Tú sabes, me dijo mirándome de manera muy significativa.

—Ayúdeme. No entiendo. 

Se revolvió en la silla. Parecía nervioso. Como si mi conducta no obedeciera a algún patrón que conocía al dedillo.

—En Santa María la Ribera tengo un departamento. Podríamos pasar una tarde juntos. Tomar una copa. Escuchar música. Tú me entiendes. 

—Sí. Lo entiendo. Pero no cuente conmigo. No veremos en el examen. Me levanté y lo dejé solo, con su café frío y malo.

—¿Te reprobó?

—Sí. Pero en el extraordinario aprobé el curso.

—¿Por qué no lo denunciaste?

—¿Qué iba a ganar? Hubiera sido su palabra contra la mía. Además, me la hubiera volteado: fácilmente podría argumentar que yo lo había buscado y que me había ofrecido a cambio de una calificación aprobatoria.

La chica los miró en redondo, como para constatar que la habían comprendido. Tres segundos después, continuó.

―No es que tenga atole en las venas. Tengo sangre. No roja, sino negra. Por el coraje que me produjo la conducta del maestro, que malamente usa tan digno título. Me hierve. Cada vez más cuando me acuerdo. Me siento violada, humillada. Como persona, como mujer. Una cosa es que te enamoren y convenzan. Ahí tú sabes si accedes. Otra, que no tiene comparación, es que te pongan de rodillas sin más razón que tratarte desde una posición superior, de dominio. 

Estaba furiosa. Miró a los integrantes del grupo, uno a uno. 

—¿Qué hubieran hecho ustedes? Tú, por ejemplo.

Señaló a una de las chicas. 

―¿O tú? ―se había dirigido a otra. 

Había elevado la voz, lo que atrajo la atención de dos alumnas y tres alumnos que pasaban frente a ellos. 

―¿Hablan del acoso? ―preguntó uno de los muchachos.

―Sí ―le contestaron dos o tres voces sin voltear a verlo.

―Ha causado revuelo ―habló de nuevo.

―¿Sabes de algún caso? ―lo interrogó con interés soterrado Pepe Marmolero. 

―Sí. Le pasó a una amiga cercana.

―¿Qué exactamente? ―le volvió a preguntar.

―Un profesor le ofreció el pase a cambio de una tarde en su departamento.

―¿Aceptó?

―No. Pero está deshecha. Habla de abandonar la escuela.  

―¿Podría hablar con ella? 

Quien hablaba ahora era Maricruz Rocablanca. 

―No quiere hablar del tema. Le resulta embarazoso. Y tiene miedo.

―Creo que el silencio no es la salida. Si, como pienso, todos, o la mayoría, queremos que tal práctica acabe debemos hacerle frente.

―¿Estás en el caso? ¿Eres víctima?

Maricruz no contestó enfáticamente. Optó por una respuesta velada. 

―Podría ser.

―Te la puedo presentar. 

―¿Cuándo? ¿Dónde?

―Mañana a esta hora, aquí mismo.

―Es un trato. 

Aparentando distancia, Pepe Marmolero sentenció.

―Creo que deberíamos hacer un frente para apoyar a las chicas que han sido víctimas de conducta tan reprobable.

―¿Qué podríamos hacer?

―Protestar. Denunciar. Llevar el caso a las autoridades. 

―¿Crees que nos harían caso?

―No, si van solas. Sí, si vamos en grupo. Entre más, mejor. Les tienen pavor a las protestas colectivas. 

―Si sumamos a nuestros padres, la presión sería más grande.

―Y si involucramos a la prensa, más todavía.

Pepe Marmolero sentía que el pecho se le reventaba de emoción. Pero consideró que era necesario poner orden.

―Pero hay que hacerlo con la mente fría y respetando la lógica y los tiempos. Lo primero es armar el expediente. Hay que identificar el mayor número de casos. Y estar seguros de que las chicas afectadas estén dispuestas a dar la cara. No podemos protestar con casos de oídas. 

―Estoy de acuerdo. Me ofrezco para encabezar la lista. Apenas ayer, fui víctima de acoso. Me negué a acceder a lo que me pidieron. 

―¿Quién?

―Dejemos eso para después ―cortó Maricruz.

―A mí apúntenme en la lista.

Así se expresó la chica que había iniciado la discusión sobre el tema. 

―Tal vez mi amiga sea la tercera ―opinó el que había mencionado a la chica su conocida que había sido objeto del doloroso atropello.

―Me ofrezco a armar el caso ―dijo Pepe Marmolero.

―¿Qué quieres decir? 

―Que hay que poner las cosas en blanco y negro. Algo así como una denuncia global, genérica, y sustentarla con los casos particulares. 

―¿Qué sería necesario decir? ―preguntó la chica agraviada.

―Hechos y circunstancias. Quién acosó, qué pidió, qué ofreció, cuándo, dónde, a qué hora. Si hubo testigos, mejor. Sólo cosas ciertas. Nada inventado. Creo que bastaría con cuatro o cinco casos. Bien expuestos, es decir, bien sustentados. Aquí tenemos dos; mañana podríamos tener uno más. Habría que conseguir otros. Si se llegan a enterar de alguno, háganmelo saber. Y elaborado el documento denuncia, organizaríamos lo demás.

Cuando el grupo se disipó, Pepe y Maricruz se retiraron hacia un lugar apartado a fin de analizar los acontecimientos.

―Creo que nos abrimos demasiado pronto. Nada nos dice que alguno de los chicos no va en camino de confiar a Márquez lo que oyó, a otro victimario o al director de la escuela. 

―Comparto tu preocupación ―aceptó Marmolero―, pero decidí correr el riesgo para aprovechar el momento. Consideré la posibilidad de que los muchachos del grupo sepan de otros casos y los traigan a engrosar la lista. ¿Averiguaste algo? 

―Sí, Encontré algo importante. Sorprendí en los baños a un grupo de muchachas que hablaban del tema. Una lo hacía con mucha desenvoltura, casi con descaro. No habló de acoso sino de algo parecido a un intercambio comercial. Algo así como “tú necesitas aprobar la materia, a mí me gusta tu cuerpo; yo te doy, tú me das”. Sin ningún conflicto ético. Confesó abiertamente que de esa manera ha conseguido aprobar algunas materias, sobre todo las más difíciles. Aunque también mencionó pagos en dinero.

―Tiene mucho sentido. Pero nosotros estamos ubicados en otro escenario; no en el del consentimiento, sino en el de la extorsión. Necesitamos casos de estudiantes a los que se pretendió obligar a hacer cosas que no querían, y que no aceptaron el soborno.  Como tú. ¿Algo más? 

―Sí. La chica de los sanitarios me dio esta tarjeta. 

―¡Sorprendente! Es una tarjeta de visita de Márquez, con una dirección postal en el reverso escrita a mano, probablemente por él mismo. 

―Podría ser el departamento al que se refería como el lugar para pasar una tarde agradable. 

―Hay que ir a verlo. 

Debieron tomar un camión de transporte urbano para llegar a una estación del Metro y luego hacer un trasbordo para llegar a Santa María la Ribera. Caminaron algunas cuadras hasta alcanzar la Calle Cedro. Luego, buscaron el número consignado en la tarjeta. La búsqueda los situó frente a un edificio de departamentos de cinco niveles.

—Espera aquí —le dijo Pepe a Maricruz. 

Cruzó la calle y traspasó la puerta. 

—¿Qué se le ofrece? —le preguntó una voz cuando apenas había dado los primeros pasos. El vestíbulo estaba iluminado por una lámpara eléctrica de poca intensidad, por lo que debió hacer un esfuerzo visual para localizar la fuente de la voz que lo interrogaba. Procedía de un hombre de más de sesenta años, según pudo calcular por la cabeza cana y las arrugas de la cara y el cuello del individuo. 

—Busco al ingeniero Márquez. Tengo entendido que vive en este edificio.

—¿Por qué lo busca?

—Soy su alumno y necesito hacerle una consulta.

—Mire, joven: ese señor no vive aquí. 

—Qué extraño. En esta tarjeta de visita, con su nombre, está escrito este domicilio, incluso el número del departamento.

—Déjeme aclararle las cosas. El ingeniero Márquez alquila un departamento en este inmueble, pero no vive aquí.

—Sin embargo, …

—El señor viene de vez en cuando. Siempre acompañado por una dama joven. Nunca viene solo. ¿Me entiende?

Pepe Marmolero entendía perfectamente, pero pretendió que no era el caso.

—Suponía que vivía aquí con su familia.

—Voy a ser más claro: esa persona usa este lugar para sus aventuras amorosas. Sólo así se explica que siempre traiga a una chica distinta cada vez. A veces son tan jóvenes que parecieran ser sus hijas. No le voy a decir que es cosa de todos los días. Más bien de vez en cuando. Nunca duerme aquí. Se queda dos o tres horas; luego se va o se van. Tiene un acuerdo con la señora de la limpieza para que mantenga limpia la habitación. Le gusta que le cambie las sábanas cada vez que usa el departamento, y que le lave la loza, la ropa de cama y las toallas. La habitación debe estar impecable para cuando decida venir.

—¿Cuándo vino la última vez?

—Hará cosa de tres semanas o un mes.

—Mire: necesito verlo. ¿Sabe usted dónde vive?

—Ni idea. Él llega con la dama en su carro, saluda, toma el elevador y no lo vuelvo a ver hasta que se marcha. Nunca me hace plática. Tampoco recibe correspondencia. Bueno, los recibos de la luz y el agua. Los recoge y supongo que los paga directamente. 

Pepe Marmolero pensó que había tenido suficiente y se despidió.

—Le agradezco su buena disposición para aclararme las cosas. Voy a conseguir el domicilio donde ha de vivir con su esposa.

—Ahora que lo dice: nunca la ha traído por acá. Curioso, ¿no?

—Tiene razón.

—¿Quiere dejarle algún recado? 

—No. Se lo agradezco.

Dejó el edificio y cruzó la calle. Se siguió de frente hasta doblar la esquina; hasta allá lo siguió Maricruz. 

Cuando quedaron al resguardo de la mirada del portero, le informó.

—El domicilio es de él, pero no vive aquí. Al parecer, sólo viene cuando consigue a quien traer. ¿A dónde quieres ir? 

—Ya es tarde para volver a la escuela. Mejor me voy a casa. Te veo mañana donde quedamos.

Caminaron algunas cuadras juntos y luego se separaron. Ella tomó un camión que la llevaría por el rumbo de su casa; él decidió ir caminado hasta la Carlos Septién.

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