Son contadas las culturas en las que se habla de la muerte con tono de amistad, menos aún se hace referencia a ella con voz de burla.
A quienes que han trascendido esta vida, suele tratárseles con respeto, hay quienes lo hacen con cierta lejanía que raya en la frialdad, en fechas donde domina el dolor o la añoranza, pero en México los recibimos todos los años, con la comida que les gustaba, las canciones que escuchaban y la compañía de quienes los seguimos queriendo, con tonos de fiesta y alegría.
Hoy quiero hablar de un paraíso que marca una temporada del calendario: el día de muertos.
La festividad suele empezar el día previo, a veces desde antes, que se empiezan a levantar altares para aquellos que han partido.
Con cariño, y aún cierto dolor por extrañar a ese familiar, se sigue la tradición de decorar, a veces una o varias mesas, a veces con jabas, y si no hay más, con cartón, se pone un mantel blanco y se ponen sobre él los elementos propios del recuerdo del fallecido:
Alguna imagen de ellos, su comida y bebida favorita, dulces tradicionales de la festividad, y artículos que nos recuerden a la persona.
Es el principal sello del día de muertos, y uno de los pilares de esta celebración.
Así es como llega la primera noche que le pertenece por completo a noviembre, esa en la que nuestro plano y el de los muertos se unen, y aquellos que han partido regresan a convivir con nosotros por algunas horas.
En todo México, empieza un frío agradable, que se anhela desde que empezó el otoño.
Un suéter o chamarra ligeros son más que suficientes, para empezar la festividad, donde las familias se reúnen en los panteones, en torno a los lugares de descanso de sus familiares y amigos. Y así es, como esta celebración empieza.
Las decoraciones elaboradas con flores de la temporada, particularmente cempasúchiles, son impresionantes, impregnando el lugar por completo de su olor y vistiendo todo de un de un vivo color anaranjado.
Las velas como única fuente de iluminación una vez que el sol se oculta, agregan un aura de misticismo al panteón.
Se escucha también música, en el norte suele ser banda, más hacia el centro mariachi, y en cada región del país tiene algún distintivo, siguiendo ritmos llenos de tradición, que se han trasmitido de generación en generación.
Hay dos melodías que disfruto escuchar al llegar esta época del año, la primera es “la Bruja” interpretada con maestría por Lila Downs, y la segunda es “La Llorona” que en tanto en la voz de Lola Beltrán como en la de Ángela Aguilar, logran transmitir un sentir muy propio de estos momentos.
En una ocasión, cometí la que creo que fue una estupidez grande, adentrándome a las playas de la costa michoacana, próximas a Colima, una noche de día de muertos, con placas de un carro sinaloense.
Pero valía la pena cometer dicha locura, la promesa de lo que veríamos y viviríamos recorriendo pueblitos de esta zona del país, donde esta festividad está muy tan arraigada en la cultura, fue más fuerte que la prudencia.
El sol empezaba a ocultarse mientras pasábamos Tecomán, giramos a la izquierda orientados hacia Michoacán, en un lugar donde sierra y mar se combinan, formando un ambiente verde por las aún recientes lluvias, pero con brisas frías que no permitían disfrutar de la playa como en cualquier otra temporada se puede hacer.
Por caminos curveados recorrimos desde san Juan de Alima hasta playa la Llorona, nombre del que platicaré en unos momentos más.
A parte de un panorama sorprendente, en el que los últimos rayos de sol nos permitían ver colores grisáceos propios del atardecer de noviembre, lo realmente sorprendente ocurrió cuando nos empezamos a detener en los poblados.
Buscábamos un lugar donde cenar, pero todo estaba cerrado.
Los pueblos parecían fantasmas, y pocas personas paseaban por las calles.
Inclusive en las plazas centrales, donde suelen convivir la iglesia y oficinas de gobierno alrededor de una explanada, no se veía gente.
Fue ahí que nos dimos cuenta que buscábamos en el lugar incorrecto, y nos desviamos en búsqueda de los panteones de cada localidad.
Y en efecto, ahí se encontraban todos los lugareños.
Y profundizaré en el último punto al que llegamos, porque ya era totalmente de noche, y desde lejos, las veladoras encendidas nos clarificaban el lugar donde se encontraba el cementerio.
Con cierta reserva, nos estacionamos a la distancia, temerosos de lo que la gente pudiera pensar de nosotros, y actuar en consecuencia.
Pero eso no ocurrió.
Tan pronto pusimos un pie en la entrada del camposanto, la calidez de la gente se hizo evidente.
Nos ofrecían tamales calientes, seguramente hechos a mano aquella misma tarde, también champurrado y algunos dulces tradicionales del lugar.
Había decoraciones de papel china picado, con imágenes de día de muertos, en colores anaranjados, verdes y morados.
Había también un camino de aserrín que recorría el panteón completo, con todo tipo de figuras pintadas de color diferente, con velas y flores en sus costados.
Las voces de quienes ahí estaban inundaban el lugar, platicaban con alegría, compartiendo recuerdos de sus seres queridos.
Las tumbas lucían como nuevas, limpias, decoradas y con imágenes recientes de quienes ahí descansaban.
Una que otra guitarra, en un tono tranquilo, acompañaban aquel momento, en manos de personas mayores, que cantaban versos escritos décadas atrás, y que les recordaban a bodas, cumpleaños y momentos felices ocurridos hacía mucho tiempo.
Señoras mayores dirigían también el rezo del Rosario, recordando que este día combina tradiciones prehispánicas con la religión Católica.
Elevaban sus oraciones esperando que sus familiares descansaran en paz, y que estuvieran en la gloria de Dios.
En un ambiente que en cualquier otra cultura pudiera ser considerado lúgubre, y triste, nosotros disfrutamos de una fiesta que si bien, no era eufórica, estaba llena de calidez, de familiaridad y una añoranza alegre.
Algo que solo en México puede existir, un sincretismo lleno de misticismo y anhelo de la paz eterna para aquellos que han partido, en el que por unas horas nos abrieron la puerta para ser parte del recuerdo de esos seres queridos que han fallecido.
Salimos ya de madrugada, rumbo a una playa conocida como la Llorona, donde acamparíamos. Bajo un cielo estrellado, y un mar repleto de tortugas que salían a la arena a desovar, caímos dormidos.
Afortunados de haber vivido aquella experiencia, y agradecidos con la gente por permitirnos acompañarlos en una fiesta tan íntima.
Vivir el día de muertos en diferentes lugares de México te enseña una cara distinta de nuestra cultura y tradición, y es un paraíso que vale la pena conocer.
Personas de otros países vienen atraídos por esta fecha, sabiendo que conocerán una festividad única.
Dicen que realmente morimos en el momento que nos han olvidado, y que se borra todo recuerdo nuestro en la tierra.
En ese sentido, el mexicano vive mucho tiempo más, en la memoria de sus seres queridos que, año con año, levantan un altar para conmemorarlo, y honrar lo que hizo mientras vivió.
Es un paraíso diferente a los demás, por ser tan íntimo, por revivir recuerdos de un pasado lejano, y por dar un toque luminoso y colorido a la muerte.
Es algo que solo los mexicanos podríamos hacer y disfrutar.
© José María Rincón Burboa