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Y recuerdo, con profunda nostalgia, cuando solo uno de entre todos los integrantes del roster gozaban del privilegio de tener carro propio.
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Tomateros de Culiacán y la Breve Historia de un Estelar y de un Automovil solitario

= Saúl Mendoza Cespedes, el veracruzano más culichi.
= De aquellos guindas de la década de los setentas
= Las grandes diferencias entre el hoy y el ayer
= Estadio “Ángel Flores” por siempre y para siempre

Es día de beisbol. Llego, temprano, al estacionamiento del que para mi será siempre el estadio “Angel Flores”, el nombre de un militar que gobernó Sinaloa en la época postrevolucionaria y que aspiró a ser presidente de México; pero que a lo mejor ni le gustaba el beisbol.

Supongamos que no; pero, de cualquier forma, mi piel se enchinaba, cuando, noche a noche, en el tránsito del verano al invierno, el locutor en turno, en la XENW, después del gustadisimo programa de “Farji el Barato”, cantaba: “y señoras y señores, llegó la hora: nuestros micrófonos vuelan hasta el estadio “General Ángel Flores. ¡Ahí te van Agustín…!”

Curiosamente, se trata del único parque de la Liga Arco Mexicana del Pacífico que carece de nombre, por razones que desconozco. Le llaman “la casa de la Nación Guinda”, el “Estadio Tomateros” y de algún modo más. Ningún nombre ha podido pegar. Será por siempre el “Ángel Flores”. Para mí y para un chingo de gente más.

Y recuerdo cuando, allá en la Ciudad de México, hace ya algunos años, uno de los que nunca faltan, tuvo la grandiosa idea de rebautizar el estadio “Azteca” como “Guillermo Cañedo”.

El nombre no duro más de una semana. Guillermo Cañedo, a quien se le debe la candidatura del Mundial México-70, seguramente tenía méritos sobrados para ello; pero la reacción de la familia futbolera fue impresionante, ante tamaño despropósito.

Bueno, llego pues al “Ángel Flores”, para uno de los juegos de la serie final entre Tomateros de Culiacán y Charros de Jalisco, con suficiente antelación para el arranque del partido, con la adrenalina alborotada por el empate a una victoria por bando en la confrontación titular.

Inmediatamente después de la “pluma” de seguridad, el responsable de ordenar la circulación, me ordena doblar a la izquierda, porque a la derecha ya no existe disponibilidad alguna de espacio.

Todos los lugares están reservados y personalizados para los jugadores del club Tomateros de Culiacán: Joey Meneses, Sebastián Elizalde, Ramiro Peña, José Guadalupe Chávez, Efrén Navarro, Emmanuel Avila, Román Alí Solís. En fin.

Transito a la izquierda y hacia mi perfil derecho, veo más sitios reservados para los beisbolistas del equipo local: Manny Barreda, Oliver Pérez, Alex Wilson, Aldo Montes, Jesús Favela, Francisco Lugo.

Casi todo el roster del plantel. “¿Y todos tienen carro?” le pregunto a Melissa Urrecha, la siempre amable recepcionista de las oficinas de la franquicia, ubicadas en la parte baja del inmueble, cuya respuesta no me deja lugar a dudas: “carros no, ¡carrazos señor Jorge…”

Mientras circulo, a vuelta de rueda, en busca de un lugar para el “parqueo” de mi auto, mi mente, siempre inquieta, vuela 50 años atrás, hasta 1972, cuando iniciaba mi trayectoria como cronista deportivo, al lado de quienes, con el tiempo, se convertirían en grandes compañeros y mejores amigos como:

José Roberto Riveros, Heriberto Millán, Martín Mendoza, Juan Manuel Pineda, Leonel Solís, Antonio Velázquez, Fausto Castaños, Guillermo Aguilar, Trinidad Altamirano y algunos más.

Y recuerdo, con profunda nostalgia, aquellos tiempos, cuando solo uno de entre todos los integrantes del roster gozaban del privilegio de tener carro propio. Era short-stop y se llamaba Saúl Mendoza, veracruzano, como casi todos los beisbolistas de entonces.

Los aficionados de la época deben recordarlo bien porque era muy bueno. Fino, elegante y seguro a la defensiva; pero además era un bateador consistente, que disparaba cuadrangulares con regularidad, a pesar de su baja estatura.

“El Rico Petrocelli mexicano”, le escuché decir una vez a Alfonso Araujo, el legendario cronista oficial de los Yaquis de Obregón.

Cuando concluía la temporada de la Liga Mexicana de Beisbol, hacia finales de agosto, donde jugaba para los Petroleros de Poza Rica, Saúl Mendoza -luego del descanso obligado – abordaba su automóvil (Valiant, creo) y se trasladaba a la ciudad de Culiacán.

La mayoría lo hacían en autobús, excepto los que venían de los Estados Unidos. Viajar en avión no era tan fácil ni tan económico como ahora.

Ya aquí, Saúl solo utilizaba el camión, solo cuando de giras se trataba. Se movía en su propio coche del hotel -a mitad de la cuadra, por la calle Hidalgo, entre las avenidas Rubí y Morelos- al estadio.

No se lo prestaba a nadie; pero subía, invariablemente, a sus mejores amigos: Domingo Cruz, Nicolás Vázquez, Abelardo Vega, Horacio Piña y Joel Serna, entre otros.

Saúl no tenia sitio reservado en el viejo estadio “Ángel Flores” porque el estacionamiento no representaba, por aquel entonces, mayores problemas. Era el único con auto y siempre había quien se lo cuidase, a cambio de ser invitado a disfrutar gratuitamente de las últimas tres entradas del partido.

De algún modo era un estatus acorde a su nivel de estelar como beisbolista mexicano. Evidentemente los de ahora son otros tiempos.

Ya los peloteros mexicanos proceden, en su mayoría, del movimiento de Ligas Pequeñas de Beisbol -ya no del Ejido, de la colonia o del callejón -, donde, desde los 4 o 5 años de edad, estudian sus cualidades, exploran sus virtudes y facultades; les enseñan este deporte como ciencia y ahora lo vinculan de manera directa a las estadísticas y a las leyes de las probabilidades.

Les dejan en claro que el orden, la disciplina y el entrenamiento permanente, constituyen la clave del éxito, lo que se refleja en buenos salarios, comodidades y niveles de vida infinitamente superiores a los de antaño.

Quienes gustamos de este deporte, nos regocijamos por el avance del beisbol en nuestro país y por el progreso de los beisbolistas de hoy; pero caray ¿Cómo olvidar aquellos tiempos? En fin.

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