Los orígenes de la familia

El lugar, en medio de la nada, no tenía electricidad todavía: todo era oscuridad y sonidos del campo.
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¿Alguna vez has vuelto a aquel pueblo de donde proviene tu familia?, aquella ciudad pequeña, ranchito o caserío. Es mágico, ¿no?

Recuerdo aquellas noches previas al viaje. Todos los primos y tíos nos llegamos a reunir en la casa de la abuela para empezar nuestro camino lo más temprano al día siguiente.

La tarde anterior era de preparativos: terminar de armar maletas, de ver cómo nos acomodaríamos para dormir esa noche, checar todos los detalles de los carros para que ninguno fuera a fallar, preparar lonches, acomodar cosas en las camionetas y rezar para que hubiera un buen clima.

No cantaban los gallos todavía cuando iniciaba el camino. Antes de las cinco de la mañana ya estábamos sobre la carretera, pasando la primera de las casetas.

Los primeros momentos del viaje eran de emoción, de plática entre los primos, de pelearte ese apretado lugar que tendrías qué defender con uñas y dientes en las próximas horas, y de terminar volviendo a caer dormido.

De pronto sentíamos que el carro se detenía. Toda la caravana solía detenerse en alguna gasolinera con baños, o en alguna caseta. La primera parada era para estirar las piernas, para ahora sí “levantarse de verdad”, y desayunar.

Mientras veíamos amanecer, disfrutábamos de los burritos de machaca guisada, de frijol o chorizo con papa, acompañados casi siempre de algún refresco. Después de unos minutos para dejar que el lonche se asentara, empezaba la segunda parte del viaje, donde solíamos salir de la carretera, para tomar caminos secundarios o terracerías. 

Ahí empezaba lo entretenido del camino. A como nos íbamos alejando de la civilización, e íbamos pasando poblados, el pavimento desaparecía, y nos veíamos avanzando en medio de la sierra, por una terracería que de un lado nos presentaba un cerro y del otro, un voladero.

Cruzábamos arroyos, a veces con el agua a la altura de los faros del carro, tomábamos subidas empinadas y veíamos con nerviosismo hacia los abismos de la sierra sinaloense. Los mareos no hacían falta, pero eran parte de la aventura.

Y finalmente, llegábamos. Nada en especial, ni una señal, ni un letrero, pero eso sí, una familia alegre de tener visitas y preparada para recibirnos con los brazos abiertos.

Primero lo primero, había qué bajar toda la carga que llevábamos, y después de eso, éramos libres de hacer lo que quisiéramos.

Aquella primera tarde de regreso, a mi abuela le gustaba visitar “las casas”, saludar a los parientes, y platicar con ellos.

Me gustaba acompañarla y escucharle sus historias, me hacía viajar al pasado con sus historias de su boda, de cuando iba a la escuela y de cosas que hacía con su mamá y sus hermanos, de cada rinconcito había un recuerdo.

Y no solo había historias de ella, también de mis tíos y mi madre, de las travesuras que hacían en los largos veranos que iban a pasar allá.

Lo mejor de aquel primer recorrido, era que llegáramos a donde llegáramos, nos iban a recibir con frijoles caldudos, tortillas de harina recién salidas del comal, y una taza de café. A veces nos llovía en medio de esas tardes cuando íbamos en verano, o a veces empezaba a hacer un frío cercano a la nieve en tiempos de invierno, lo que nos indicaba que debíamos volver a la casa del tío que nos recibía.

Y ahí empezaba la repartición. La familia ya tenía catres, colchones, cuartos, un petate, cobijas y almohadas. “Ustedes se van con aquella tía, ustedes con la otra, los chiquitos se quedan acá, nosotros nos vamos a esa casa, y los grandes en este cuarto”. La primera noche era de descansar y recargar pilas.

El lugar, en medio de la nada, no tenía electricidad todavía: todo era oscuridad y sonidos del campo. Las mañanas eran de calma, despertando con un olor delicioso que venía de la hornilla, avisando que se estaba preparando un desayuno digno de reyes, que bien podía ser menudo o pozole, las tardes eran de apreciar la belleza de la sierra sinaloense y el día era para disfrutarse al máximo.

De ahí nacieron muchas aventuras, hay mil experiencias de aquellos días que estábamos ahí. Ordeñas vacas, ir a cazar venados, escalar cerros, ir a pescar, poner borracho a algún gallo, escuchar las historias de la familia de ahí, montar a caballo, que nos asustara algún animal en el monte, partidos de volley, reírnos del perico que se creía perro, visitar a los familiares muertos al panteón, y desgraciadamente, también escuchar historias del narco. 

Los días volaban rápido. En un abrir y cerrar de ojos llegaba el último, pero era el que todos esperábamos.

Para ese momento, ya habían seleccionado a alguna pobre vaca o a algún par de puercos, y la operación empezaba temprano en la mañana.

Con el sacrificio del animal se sacaba lo primero que pudiera usarse para el desayuno, y a como iba transcurriendo la mañana, se iba comiendo de lo que fuera saliendo. En esos días se reunía toda la familia del lugar, cada quien llevaba algo, por lo que no hacía falta absolutamente nada.

Solo había qué tener un vaso, que podías rellenar de lo que quisieras según la edad, y una tortilla, lista para recibir un pedazo de carne o un montón de chicharrones, con eso listo le exprimías un limón recién cortado, o le ponías una de las varias salsas ahí preparadas y disfrutabas del taco.

Y eso lo podías repetir cuantas veces quisieras.

Durante la última noche esa fiesta seguía, hasta horas que a los niños se nos complicaba aguantar.  La salida de regreso nunca fue tan tempranera como la salida de ida. Había un último desayuno, normalmente ligero, y el camino de regreso era de un solo tirón. 

Regresábamos con las pilas cargadas, con mil aventuras por contar y con el gozo de saber que habíamos vuelto al paraíso de los orígenes familiares.

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