El Salado

Lorenzo se encaminó triste a su casa, para variar en el trayecto vendió unos cuantos cachitos y hasta un entero
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Cuento

Lorenzo, conocido popularmente como el Salado, diariamente recorre las calles de la ciudad vendiendo billetes de lotería.

Ni él mismo recuerda quien lo jorobó con un apodo tan irónico, pero esto en nada le acongoja.

Dotado de una simpatía natural, de palabra pronta para el dicho ingenioso; el vendedor de billetes no tiene que esforzarse para conservar a sus clientes. Pero cuando aborda a un desconocido, saluda afectuoso con la siguiente frase:

Amigo, ayúdate que Dios te ayudará”. Mi hermano, si me compras un cachito, te puedes hacer millonario.

Cuando lo anterior no basta para animar a su interlocutor, entonces advierte:

-Oye mi hermano, no te vaya a pasar como al cura, que por más que rezó, Dios no quiso escucharlo.

Raro aquel que no vacila ante la inocente amenaza, y en cuanto Lorenzo se da cuenta de que el virus de la curiosidad ha prendido, suelta la lengua.

-En un lodazal se atascaron al mismo tiempo dos carretas, una conducida por un sacerdote, la otra, por un carretero medio borracho que tenía pésimo vocabulario.

El cura bajó con mucho cuidado para no enlodar su sotana, salió del fango y se hincó a rezar con mucha devoción para que Dios le resolviera el problema.

El carretero mientras tanto, se hundió hasta la rodilla en el lodo. Comenzó a jalar de las riendas de las mulas y, entre palabrota y palabrota, también pedía ayuda divina.

El señor que no siempre acepta las decisiones que tomamos, tuvo a bien a ayudar al carretero en el momento en que San Pedro se acercaba a tiempo de ver como se realizaba el milagro.

<<Perdonad, Señor. ¿Cómo es que no ayudaste a Tu Ministro, y sí a ese blasfemo.>> Preguntó el santo. <<Porque cree en mí.>> Respondió el Señor. << Y porque se esforzó mucho.>>

Lorenzo, siempre sonríe beatíficamente al terminar la regla. 

Sin decir palabra adelanta el manojo de billetes, pues sabe que ha asegurado una venta. En ese momento más que un simple billetero, se siente un vendedor de esperanzas; de sueños felices.

Lorenzo además, es conciente de que su labor aporta un granito de arena a la causa de la asistencia social, y esto lo enorgullece.

Sin embargo, en fechas recientes le dio por pensar si no podría crear una fantasía que al narrarla, contribuyera a combatir cierto problema citadino, que en mucho le molesta, y sin que tal acción redundara en menoscabo de sus ventas.

Hombre de iniciativa, acostumbrado a echar manos a la obra, en cuanto pretende un objetivo; dedicó un sábado y un domingo a exprimirse el cerebro para crear una historia y, al lunes siguiente, se fue al mercado grande.

Era una tarde muy calurosa. Al entrar a la espaciosa nave, Lorenzo fue recibido con una vaharada que le golpeó el rostro: era el olor acedo de verduras, pescado y sangre de reses en canal.

El Billetero con el morral de ixtle repleto de billetes de lotería, se apostó en un rincón a esperar que los locatarios terminaran de proteger sus mercancías.

Cuando estimó no ser inoportuno, se trepó sobre una java y con voz en cuello empezó:

-¡Atención mis mercaderes! -¡Acérquense para que les cuente mi última aventura! -¡Entérense de lo que me pasó y compren su billete!  -¡Ayúdense para que Dios les ayude!

-¡Cállate Salado! -¡Te vas a ir de este mundo sin vender un premio gordo! -Se escuchó que alguien gritó desde un puesto lejano.

La gritería mezclada con la rechifla se hizo general; entre cuchufletas, los comerciantes pronto rodearon a Lorenzo. 

-¿Qué pasó Salado, fuiste con los naguales a que te hicieran una limpia y viste al chamuco? –preguntó uno con burla.

-Nada de eso mi hermano. Fui testigo de una convención de moscas.

Y el alboroto devino en estupor, Lorenzo soportó estoico, inclusive, uno que otro empujón de los más atrevidos que lo hizo tambalear sobre la java. Los comentarios de incredulidad y mofa, no se hicieron esperar.

-Ora sí. -¿De cuál  fumaste Salado? –alguien preguntó con sorna.  

-¿Y las moscas también llevaron tambora y ‘cheve’? –inquirió otro.

-¡Se habrán reunido en tu cabeza! –Le gritó una verdulera regordeta sin imaginar que, en mucho había acertado.

Cuando únicamente se escucharon risas, Lorenzo alzó la voz, para llamar la atención. 

-Ayer, mis cuates, fui al campo de cacería. Estaba entre la maleza esperando que apareciera un venado o cuando menos una liebre, ¡y de repente!, a unos treinta metros, miré bajar un mosquerío gigantesco.

-¡Yááá! ¡Moscas! – interrumpió uno.

-¡En serio Valedor, lo juro por esta! Parecía uno de esos enormes remolinos que a veces se forman en los llanos. Sólo que éste era de color negro, y con destellos multicolores producidos sol que pronto se metería en el horizonte.

Cautivados por las imágenes inventadas, aun los más escandalosos guardaron silencio. Sin embargo, no faltó el incrédulo. 

– ¿Y a treinta metros, te diste cuenta que eran moscas? 

– Bueno, mi Valedor… ya que lo dices, -se apresuró a continuar Lorenzo-, yo también pensé en lo mismo y me entró miedo, pero supe que eran moscas porque; no sé…

Les juro que no me había tomado ni una cheve, ¡pero de pronto!, comenzaron a sonar dentro de mi cabeza palabras que clarito decían: “-¡Yo, El Moscón verde, -la voz era extraña, como metálica-, jefe de todas las moscas, las he convocado a que nos reunamos para que, entre todas, decidamos como hacer frente a un gran peligro!”. 

Lorenzo hizo una pausa, y al descubrir sólo gestos de interés entre sus oyentes, continuó más seguro su desmedida fantasía.

-Yo creí que me estaba volviendo loco, mis Valedores. Sin embargo, me arrastré hasta acercarme a ese manchón que ya ennegrecía las hojas de los matorrales.

Al llegar a unos pasos de la mancha, me convencí de que eran moscas; y ya no quise avanzar más para no espantarlas. En ese momento escuché una vocecilla. 

“¡No, no! ¡Calma, calma! – dijo El Moscón verde, y luego siguió.

“No se preocupen compañeras, los insecticida nunca podrán acabar con nosotras. Es más probable que acaben con los humanos. En cuánto a la basura, tampoco se acabará, al humano le encanta tirarla donde sea… el peligro que mencioné, no viene de ellos, el peligro proviene de la mosca africana.”  

Entonces, un zumbido surgió del mosquerío mis Valedores, -prosiguió contando Lorenzo-, fue tan fuerte, que sólo el horror de que me persiguieran me obligó a permanecer contemplando ese espectáculo tan extraño. Y el Moscón verde insistió:

“-Si, compañeras, la mosca africana llegó en los barcos que vienen de aquel lejano continente.

¡Pero no van a atacarnos a nosotros! ¡En realidad el que está en peligro es el humano! ¡La mosca africana le transmite enfermedades muy peligrosas! ¡Y seguido le ocasiona la muerte!

¡Propongo que nos comuniquemos con las moscas patas largas, las avispas y avispones para convencerlos de que hagamos un frente común para combatir a la invasora! ¡¿Están de acuerdo?!” 

No me lo van a creer mis Valedores. ¡El ¡Ssssiíííí! Aquél, acuchillo mis oídos y estuvo a punto de hacerme perder el sentido.

-Estaba grueso el carrujo, Salado. –alguien interrumpió, pero el billetero no hizo caso y siguió.

-El Moscón verde se echó a volar seguido por la mancha que se perdió en la penumbra, pues el sol acababa de ocultarse.

-¿Quién iba a decirnos, verdad? Las moscas preocupándose por nosotros los humanos, ¡Imagínense!

Nadie dijo nada, Lorenzo, se quedó un momento contemplando las caras cercanas del corro, en algunas se notaba el desconcierto,  los más bajaron la vista avergonzados.

-¡Y ora! -¡Qué les pasa! –exclamó-. -No pongan esas caras… sólo fue un cuento para entretenerlos un rato. -¿No les gustó?

Lentamente, en silencio, los comerciantes se fueron retirando. Solamente quedó frente a él, un carnicero gigantón, con la barriga cubierta por un delantal manchado de sangre.

-¿Sabes qué Salado? -le dijo apoyando una mano sobre el hombro-.

Ora si te mandaste, mira, que venirnos con ese cuentucho de moscas que hablan; pero no te agüites, voy a convencerlos para que entre todos limpiemos el mercado. Por ahora, lárgate con tus billetes a otra parte.

Lorenzo se encaminó triste a su casa, para variar en el trayecto vendió unos cuantos cachitos y hasta un entero. Por eso, como se dijo al principio, en nada le preocupa que le apoden El Salado.

Fin.

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