El escritor se encuentra solo, sentado frente su ordenador, las ideas, que en ésta ocasión se agolpan, tardan en fluir; parece que está indeciso, que duda en darles rienda suelta.
Se frota la cara con ambas manos y finalmente resopla entre ellas, como espantando sus temores.
El agudo silbido de la cafetera interrumpe sus cavilaciones, se levanta apurado y con un movimiento automático apaga la estufa; el ruido de la cafetera se extingue produciendo un efecto de globo desinflado, mientras que él, toma la tasa, y sin quitarle los asientos; al servirse la humeante y aromática infusión: no puede evitar sus recuerdos; éste café se lo trajo a regalar su viejo amigo y compañero, cuando regresó del que fuera su último viaje.
No siente ningún quebranto, en el gesto, su rostro se refleja que ha tomado una decisión y en sus ojos aparece el brillo amenazante de quien busca el desquite.
Vuelve a sentarse frente al ordenador, y encendiendo un Marlboro, hace un clic con brusquedad para liberar el mentol de la boquilla, lo gira entre sus dedos para intensificar su aroma; lo succiona prolongadamente y abriendo la boca, deja escapar el humo con desgano.
Su cerebro no registra el viaje de su mano izquierda, hasta que sus labios sienten el calor de la porcelana, chasquea la lengua y ¡puta madre! recurre a la maldición más común y, más injusta.
Después de aquel exabrupto, vuelve a sumergirse en sus cavilaciones; presionando el respaldo de su silla, se reclina hacia atrás, succiona de nuevo el cigarrillo; y sin retirarlo de sus labios se acaricia la barbilla de candado, que le da un aire de intelectual venido a menos y que tanto le choca su mujer… de pronto; parece tener claridad en sus ideas y superar su indecisión: sus dedos se deslizan con suavidad sobre él teclado, y va aguzando su afilada prosa, que es el reflejo de su inagotable fuente de inspiración.
Por fin, se ha decidido a compartir sus inquietudes, y empieza a darle forma al que es su más reciente trabajo.
Se trata en esta ocasión de una crónica novelada, que parece salida de muy dentro de sí mismo; de ahí donde todos guardamos los afectos, algunos secretos y nuestras malas intenciones.
Donde los intrusos no tienen cabida; a menos que el suceso sea demasiado grande para soportarlo en silencio; como parece ser éste el caso que lo motiva a compartir, de la manera como él sabe hacerlo: escribiendo con claridad y sencillez.
Así es como ahora nos refiere éstos hechos; que a toro pasado tienen los claros tintes de una canallada del bajo mundo.
Y es por eso que él escritor que hace la crónica de “Quien Mató a Javier Valdez” no lo hace por desentrañar los misterios de su muerte, tampoco es por arrojar estiércol sobre el gobierno, que ante su muerte se cruzó de brazo y se limitó a decir “es cosa de ellos: son ajustes de cuentas”.
Y claro está que tampoco lo hace con la candidez de creer que las cosas cambiarán, con ésta denuncia.
Lo hace por honestidad ante la vida, y porque se niega aceptar que poderoso caballero es Don Dinero; y que se haya convertido en lo que más importa en la vida. Lo hace porque se niega a reconocer la decadencia moral, la falta de respeto por la vida y, que ya no exista el honor para aclarar paradas.
Él escritor sabe, como lo sabemos todos, que la lucha de los políticos, es por el poder; y que no incluye nuestra seguridad, sabe que lo único que nos mantiene a salvo, es nuestro instinto de conservación y nuestro sentido común para no meternos entre las patas de los caballos.
Que, si bien ahora parece estar a salvo la libertad de expresión: los derechos civiles siguen a la deriva.
Quien mató a Javier Valdez; no es ningún lamento, es un reclamo a la sociedad por los valores que ha perdido.
Quien mató a Javier Valdez; es un llamado a las autoridades que por temor al mal, se olvidan que su responsabilidad es hacer el bien.