Cartas a Marilyn (Primera Parte)

Este memorable acontecimiento tuvo lugar, allá en la frontera norte de México, en la ciudad de Mexicali.
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11 a las 11:00 del 11/11/2011 

Un Altar en el Corazón 

M’hija Querida: hoy te contaré la crónica de; cómo, cuando y donde, fueron los memoriales de la Mamá Toya: celebrados con una inolvidable ceremonia luctuosa, apegada a la religión católica que ella profesaba con tanto rigor.  

Este memorable acontecimiento tuvo lugar, allá en la frontera norte de México, en la ciudad de Mexicali; la más luminosa y bella de las hijas del sol.   

Corría el año dos mil once, el sol de esa mañana se aproximaba a su cenit, el reloj marcaba las once horas en punto, de aquel señalado día once de noviembre.

El crudo frio del invierno, vaporizaba la respiración; ligeramente atemperado por el calor humano, de las personas ahí congregadas; para dar cabal y puntual cumplimiento, a una cita concertada ahí, con mucha antelación.

El hecho concitaba a la emoción y a la inquietud. Sentimientos que se renovaban con el arribo al cementerio, de cada uno de los convocados, cuya realización era inminente ya: ¡ninguno de ellos debía faltar! 

Los principales personajes que habitan esta historia, habían sido citados en aquel árido camposanto.

Donde los signos de vida, eran unos cuantos arbustos, que aún sobreviven, gracias a la poca humedad, que fugitiva de los mares, es arrastrada por los vientos hasta allí, convertida en la suave brisa de las madrugadas; y que, por la tarde, languidecen bajos los candentes rayos del sol; a punto de morir de sed:

Los rescata la noche, para que mantenerlos firmes en sus puestos, que sirven de referencia obligada entre las tumbas, de aquella fúnebre planicie; donde reina la muerte y la soledad, y que poco a poco se va extendiendo por la llanura, más allá, buscando el nacimiento del legendario volcán del cerro prieto.  

En aquella aridez, se encuentran por fin todos; frente a una tumba, hasta ahora, tan sola como todas las demás, pero que éste medio día, luce para ellos muy limpia, adornada con rosas rosas, que sobresalen entre las blancas nubecillas de un follaje, y muchas gladiolas, que eran sus flores favoritas.

Junto a su foto, atrás la vidriera, las veladoras encendidas parecen conectarse con la luz de sus ojos, dándoles misteriosa brillantez y a su imagen toda, un halo de santidad.

Afuera de la tumba, dos grandes estufones, con sus medias flamas jugando con el viento; le agregan al conjunto un toque de innecesaria calidez.

Sí, sin duda alguna; ¡luce distinta a todas las demás! Y como no, si en ella reposan, sus restos desde el día de su muerte; acaecida en el año sesenta y ocho del siglo pasado, y ahí permanecerá por los siglos de los siglos, hasta el fin de los tiempos, la que fue, Doña Victoria Acosta Meza; cuya capillita, hoy se engalana, para recibir nada más y nada menos, que: ¡la tan anunciada visita de todos sus hijos! 

Su descendencia entera estará presente, y todas sus futuras generaciones lo verán.  

Sus seis hijas y sus cinco hijos, están ahí, sentados en pequeñas sillas acojinadas en negro… respetando rigurosamente su orden de aparición en este mundo y tras ellos:

De pie, un numeroso contingente de nietos y bisnietos, que parecían muchos: pero que no llegaban ni al diez por ciento de los que realmente tenía ya, aquella numerosa familia.  

La María Venancia, la mayor de las mujeres, con setenta y siete años a cuestas hasta entonces; y con cincuenta y cinco, Héctor Miguel, el menor de los varones.

Y en tantos años de existir, esta familia; nunca se había reunido completa: por muchas y grandes razones; pero también por simples e insignificantes motivos. 

La sensación de estar todos, por vez primera juntos, en el mismo tiempo y espacio, animados con el mismo propósito: fue para mí; extrañamente indescriptible.

Quise creer que venían a reagruparse, para desde aquí, donde se halla el ancla y la estrella de sus vidas; darle un revés al mundo.

Que venían a purgar su nostalgia y su melancolía.

Que deseaban rescatar del pasado un poquito del amor perdido.

Que venían a mostrarle a la vida lo que ellos son ahora; para exigirle al destino una reconsideración y después; elevar hasta Dios una humilde plegaria: que le preste a su madre, en esta inédita ocasión, para que pueda recibir como regalo: el cariño que existe entre sus hijos, y escuchar la devoción con la cuál veneran su recuerdo.

Y poder expresarle con palabras hasta ahora aprendidas; lo que fue para ellos su temprana partida… Pero me equivoque; el destino en verdad no los trajo hasta aquí para todo eso; los trajo para que pudieran anticiparse a otra despedida: porque al año siguiente, les cobraría otro pagaré…

Y ellos tuvieron que aceptar. Devolviendo a la tierra el cuerpo de la María Venancia, su hermana mayor.

Y yo hasta entonces pude comprender cuál era el gran misterio que encerraba para mí, la indescriptible emoción de aquel momento… y me apena decirlo, pero después de esa ocasión:

Ellos, ya no podrán repetir un reencuentro total, nunca jamás, en esta vida.                              

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