La tarde es húmeda y calurosa, el sol está por finalizar su descenso, dentro de pocos minutos se teñirán de rojo las aguas del océano; y en sus insondables profundidades, volverá el eterno y misterioso juego de luz y sombras; que no tiene perdedor. Y Don Pepo; de acuerdo con lo convenido: aguarda sentado en el patio de la solariega casona de su nueva clienta. Tiene frente a él, una brazada de leña seca, que previamente ha rociada con combustible; cubre su cabeza con un casquete de cartón y su rostro con un grueso mosquitero; un gran escapulario cuelga ostensiblemente de su cuello; y a poca distancia, recargados en el tronco de un viejo limonero: un par de leños formando la cruz, a cuyo pie; ha encendido una veladora de cera roja.
Don Pepo… se siente un caballero templario velando sus armas: pero más bien parece un ridículo monje exorcista; que apercibido de los riesgos que corre; se ha preparado debidamente para dar principio a la extraña aventura que lo ha traído aquí; en pocos minutos podrá comprobar con sus propios ojos, la aterradora invasión de los diabólicos y sedientos murciélagos: según afirma la imprudente sacerdotisa, quien; por experimentar nuevas emociones, se atrevió a celebrar una misa negra, en el tétrico salón de meditaciones de su difunto padre: desatando; con ello, una poderosa corriente satánica, que al no poder controlar; la ha puesto al borde de la locura y de la perdición…
Ella, Zulema, la imprudente sacerdotisa, al no encontrar amparo en la imagen de la Guadalupana que vela el corredor; ha corrido a refugiarse en la cocina, donde se ha atrincherado con el pretexto de preparar el café. Sus ojos saltones están más expresivos de lo normal, siente un vació en la boca del estómago y en la cabeza algo así como una vaguedad; sus piernas parecen estar al límite del esfuerzo. Han sido tantas noches que ha tenido que resistir a solas el perturbador espectáculo que está por repetirse; y está debilitada.
A pesar de la temeraria presencia de Don Pepo, que ésta noche probará su valor; ella está asustada y expectante, ante lo que será una especie de revancha o contra ataque, que en vez de nivelar el marcador y poner la balanza a su favor; podría convertirse en un desastre; todo depende de que: “el caballero templario”, que en el patio vela sus armas; resista sin flaquear… porque de ocurrir lo contrario; si resulta un fiasco como su guardián y vengador:
Saldrá huyendo asustado con los pelos de punta… entonces, ambos tendrán que abandonar la propiedad, derrotados por el imperio de las fuerzas del mal, que se adueñaran de su casa, y correrá la misma suerte que otras casas abandonadas, que hoy están convertidas en espantosas ruinas del viejo Culiacán: donde según reza el imaginario popular; “cuentan las viejas leyendas: que se apoderan de ellas los demonios, que por las noches salen de sus siniestras catacumbas y que a través de túneles y pasadizos, vienen a enseñorearse en las casa abandonas, para celebrar sus aquelarres”… mientras Culiacán: “una ciudad tras las rejas”, duerme creyéndose a salvo de todo mal…
Muy pronto empieza a sentirse un fétido olor a almizcle, seguido de un murmullo que va creciendo hasta convertirse en un bufido de aire batido; agitado por alas, mezclado con chillidos, con chirridos; no está claro de donde provienen, pero ya se acerca y va se apoderando del ambiente, y un segundo después todo el patio está invadido por una nube de negra de espeluznantes bichos alados, que vuelan en todas direcciones, rociándolo todo con sus orines fluorescentes, se convierten en amos y señores del espacio y sin dar tiempo a pensar: se escuchan sus escalofriantes aullidos, en un concierto discordante con los aterradores gruñidos y maullidos de gatos, y no tardan en estar a la vista del perturbado Don Pepo: una legión de felinos de todos los colores y tamaños, llevando cada uno en el hocico; a un murciélago chillando y aleteando, herido de muerte:
Pepo, grita aterrado y lanza manotazos en lo oscuro, sin atinar a sacudirse los murciélagos que vuelan como ráfagas sobre su cabeza, desesperado intenta correr, se tropieza y cae abrazando la cruz que está en el limonero y derriba con los pies la veladora, que chisporrotea y alcanza el montón de leña impregnada y al instante se produce un violento incendio, que ilumina todo el patio con sus llamaradas, alcanzan el contenedor de gasolina, se escucha un estallido, tras el cual se escucha la voz de Don Pepo que enarbolando la cruz y al borde de la locura; reza a gritos con voz mesiánica y demencial: ¡¡Aléjate Satanás!!
¡¡En nombre dios yo te reconvengo!! La luz de fuego ha roto las tinieblas de la noche y ha herido la sensibilidad de los murciélagos, que diezmados por los gatos; desaparecen con la misma rapidez con que llegaron… vuelve la calma y en la quietud, en medio del patio: Don Pepo se carcajea y vuelto loco; lanza un destemplado grito de victoria; y cae al suelo de rodillas llorando y agradeciendo a dios su salvación: las llamas se van apagando, y Don Pepo se convulsiona en medio de un ataque de una risa con llanto y vuelve a lanzar un grito descomunal, incrédulo reclama: ¡¿victoria?! ¡¡Victoria!!
Zulema que también ha superado el ataque de histeria: llora, sale de su escondite, y va al encuentro del infeliz Don Pepo, se topan a medio patio y se abrazan llorando, ilustrando un cuadro dantesco y formidable… el fuego se ha extinguido casi por completo, no se escuchan ningún ruido, ha vuelto la calma, y ellos están solos envueltos en la noche… caminan abrazados, ella muda y pálida lo conduce al interior de la casa… y ya el interior, lo sienta en el cheslón, va a la cocina y regresa trayendo un botella de licor de café y gentilmente lo empina directamente en la boca de Don Pepo que tiembla derramando el licor, ella enternecida le dice: – ya pasó, ya pasó, tranquilo, tranquilo…
Pepo se recuesta y su noble barriga se desparrama… ella le retira poco a poco el velo mosquitero y la escafandra de cartón: Pepo abatido sonríe con un dejo de lastima por sí mismo: – No estoy herido, nada más asustado y creo que necesito ir al baño… después de media hora, sale del baño con una toalla de taparrabo, parece apenado. Ella sale del cuarto de lavado y va a su encuentro diciéndole: – Toda tu ropa ya está en la lavadora y tus zapatos sobre el lavadero secándose. Él está apinchado y se siente fuera de lugar, pasado el trago amargo, solo desea marcharse, pero eso no es posible, tendrá que esperar por su ropa y sus zapatos. Ella viene de nuevo a él y lo abraza sin importarle que se encuentre casi en pelotas y… pasan las horas.
Ambos han vuelto cruelmente a la realidad, ya amanece y el regreso de los murciélagos es inminente antes del amanecer: sale apresurado a recoger su ropa y sus zapatos que ya están secos.
Se detiene a contemplar el campo de batalla, recorre con la vista el patio y valora el desorden en que ha quedado, percibe el olor a quemado: recapitula mentalmente la batalla nocturna; y temeroso vuelve al interior a vestirse, mientras Zulema cierra con pasador la puerta que da al patio y ambos se aprestan a vivir la segunda parte del perturbador episodio…
Han tomado café y sin dejar de mirarse asustados; se estremecen al escuchar las cuatro campanadas del reloj de los Rotarios del Parque Revolución: son las cuatro de la mañana, el viento arranca un suave lamento de los árboles del patio y ya la claridad del alba permite ver el exterior; de repente vuelve a percibirse la fetidez del almizcle seguido del murmullo y del aleteo rompiendo el viento; una bandada negra, aterriza cómo ráfaga sobre la azotea y al instante se escucha los escalofriantes chillidos, que se mezclan con los maullidos y los gruñidos de los gatos; la batalla parece no tener fin: de la azotea empiezan a bajar los felinos trayendo cada uno en el hocico, a su presa todavía aleteando y muriendo, precedidos de un fétido hedor, que entre almizcle y azufre, que ofenden a las neuronas olfativas de los aterrados sobrevivientes de aquella indescriptible noche de terror…
Pepo no tiene apetito, ya son las siete de la mañana y él no sabe qué dirá en su casa para justificar su ausencia, temeroso sale a la calle y camina haciendo el paso contra el viento por la avenida Rubí: el esfuerzo, el estrés, el licor y la locura, lo hacen trastabillar… al cruzar el bulevar Madero tropieza y se va de bruces sobre el pavimento, el corazón le ha dado un vuelco y está aturdido: como en un sueño siente que lo levantan en vilo y escucha decir: pobre catarrín, que chingazo se arrimó; se ve estragado y apesta a crudo, cuanto hará que no come el pobre….continuará