“El mal uso del lenguaje nos induce el mal del alma”. Sócrates
El lenguaje utilizado como medio para desinformar, con el avieso propósito de manipular, creando una tendencia en la opinión pública para obtener ventaja, fortalecer posiciones políticas o hacer fracasar al adversario creándole mala fama a base de calumnias.
Difamar aunque al cabo salga a relucir la verdad.
Porque la calumnia es rentable y a pesar de que no se puede engañar a todos todo el tiempo, la calumnia cuando no mancha, siempre tizna.
El lenguaje, utilizado por sí mismo como el más fiel y genuino transmisor del pensamiento y la verdad, ennoblece y dignifica.
La palabra que engendra verdad fortalece y entroniza, otorga señorío y autoridad inatacable a quien lo esgrime, proyectándolo por sobre todos los demás.
Ya sea para contar historias verdaderas, reclamar con valor una injusticia o hacer un mea culpa; es tan valioso si reconoce méritos ajenos; como cuando celebra la gloria del amor y la esperanza.
La promesa cumplida es palabra cierta que se inflama, cuya luz no se apaga ni se extingue su fuego.
Desde los juglares del medievo hasta los roqueros modernos, han usado el lenguaje para divertir; como los guerreros y generales han usado sus armas, también los antiguos tribunos hasta los diputados de hoy, se han servido del lenguaje para gobernar.
Los gentiles gustaban de la palabra para llenar sus sinagogas y hoy los testigos de Jehová hacen apostolado urbano y cobran el diezmo para la salvación del alma; mientras que los católicos cobran por anticipado los bautizos, las bodas y las misas funerales y perdonan toda clase de pecados, y todo por la magia del lenguaje.
Ni que decir de los charlatanes, lectores del tarot y la baraja, curanderos, brujas y hechiceros, que aún existen a pesar de la competencia de los psicólogos profesionales; y aunque usted no lo crea, hasta se anuncian en la tele y han hecho de la palabra su instrumento, y su modus vivendi del engaño.
Pero todos los anteriores palidecen ante una especie poderosa de hablantes y escritores llamados periodistas, que dominan todos los ámbitos de la vida pública y privada.
Proliferaron en tal cantidad, que no existe esfera social, política, deportiva o empresarial, que se escape de esa plaga de hablantes y escritores haciendo gala del lenguaje en todas sus formas de expresión.
Lo peor es que no todos ejercen con honestidad intelectual, con rigor profesional, poniendo por delante la moral; reglas que deben ser inherentes al lenguaje del periodismo.
Porque con ellas se gana o se pierde la credibilidad y respeto de la sociedad.