Cuántas veces he buscado en internet la hora exacta del atardecer en internet, para programarme y estar listo en el momento en que el sol se oculte tras el horizonte.
Ya sea de forma planificada en la playa, en lo alto de un cerro, o en la cuenca vacía de una presa, y también de forma sorpresiva, en la carretera o al salir de las oficinas después de un arduo día de trabajo.
Este momento en el que el día agoniza, para permitir un dominio momentáneo de la oscuridad nocturna, cuando ocurre el paraíso del que quiero hablar: los atardeceres en el Pacífico.
El más conocido de todos es aquel en el que hay nubes esponjoso en el cielo, que conforme se oculta el sol, se pintan de tonalidades rosa fuego, o anaranjado dulce, que contrasta con morados oscuros, más alejados al punto en el que se encuentra astro rey.
Todo esto, frente a un cielo que cruza todos los colores posibles entre el azul más sombrío, prácticamente negro, en el punto diametralmente opuesto del cielo, hasta tonalidades rojizas intensas que se concentran en el punto del horizonte donde el sol deja de hacerse visible.
Este atardecer es especial en Culiacán, porque la magia de esta visión ocurre cuando regresas cansado del trabajo, y el tráfico te hace frenar en un puente, y detenido sobre el Tamazula, ves al fondo el Puente Negro, por el que cruza el tren.
El reflejo de estas estructuras humanas en el agua del río y los contrastes de los verdes brillantes del parque las Riberas, lleno de vida en esas horas.
En cuestión de instantes, la mente se relaja, y el cuerpo se olvida del cansancio del día, para recordar lo afortunado que es uno de vivir en estas tierras.
Donde este paisaje se vuelve mágico también, es en un punto en medio de la nada, entre Guaymas y san Carlos, en una vista que combina el paisaje rocoso y desértico al pie del Tetakawi, contrastado con los verdes oscuros del estero, y un cielo colorido reflejado en el mar, con la silueta de una pequeña urbe y sus luces que empiezan a encenderse, y la calma de saber que nada puede salir mal en ese momento.
Otro atardecer magnífico, es el que ocurre en Vallarta o Mazatlán, cuando viendo el mar, en tiempo de verano, ves que las nubes oscuras, de lluvia, impedirán una visión clara del momento en que el sol salga de la bóveda celeste.
Suelen ser nubarrones oscuros y densos, que traen a la costa un viento distinto al habitual, no el propio de la brisa marina, sino uno que augura una tormenta segura en la noche.
Pero es preciso que esta lluvia inicie hasta en la noche, para que se aprecie este segundo atardecer, en el que el sol se esconde prematuramente tras la formación de tormenta, y en el cielo se contrastan colores elegantes de dos tonalidades:
Dorados claros y brillantes, emitidos desde el sol, que parecieran poderse tocar por su forma de líneas rectas, que emanan con rectitud desde las nubes, irradiando un aura celestial, contrario al de los filamentos grises que se ven cuando llueve.
Los bordes de las formaciones de tormenta se tiñen también de un dorado, casi blanco, delineando los contornos de las nubes, y contrastando con su negro grisáceo.
Esto reflejado en el mar, que parece un espejo de dos colores, el oscuro y el brillante, con vida propia, que solo expande la magnífica visión de lo que ocurre en el cielo.
En ocasiones, cuando hay un poco de lluvia a lo lejos, y el ángulo de la luz solar lo permite, se forma un arcoíris que rompe con la bicromía del escenario, dando un toque mágico a la vista.
Un panorama aún más extraño de observar y que ocurre cuando se está cambiando de la temporada de calor a la de frío, por allá de octubre, es cuando el sol se esconde sin dar un espectáculo fuera de lo normal, pero algunas nubes delgadas, que parecieran más ligeras que las demás, reflejan sus colores en todo lo que está en el suelo.
Son tardes donde todo se pinta de tonalidades naranjas y rosadas, en una escala pastel.
En la sierra, estos atardeceres son únicos, porque las flores alcanzan colores de alta saturación, que en ningún otro momento tomarían, las paredes blancas se vuelven cálidas, mientras los verdes y azules de la naturaleza contrastan en comparación con todo lo que los rodea.
Esas tardes son geniales para sacar una silla a la terraza, con café, y pan, o en su defecto, coricos, observando cómo los animales regresan a los escondites donde pasarán la noche, y apreciando que el clima frío regresa poco a poco tras un verano intenso, despidiendo a algún vecino que vuelve del trabajo, y observando como con lentitud, la paleta de colores va tornándose cada vez más oscura.
Este tipo de atardeceres en pueblos mágicos como Álamos, El Fuerte y Cosalá, son especiales, porque la magia de estos lugares se mezcla con la del atardecer, creando un efecto único de sentir que se regresa al pasado, cuando en la plazuela central, y frente a una Iglesia colonial, los niños juegan y los mayores observan desde las bancas, disfrutando de un raspado, mientras los turistas sueñan con poder quedarse a vivir ahí, lejos de la civilización y del caos de la ciudad.
El cuarto atardecer es uno de los más extraños, pero ocurre cuando hay una fuerte lluvia durante la tarde, pero por algún motivo, las nubes desaparecen en los momentos que siguen a la desaparición del sol tras el horizonte.
Aun escuchando el goteo de los remanentes de la lluvia, con charcos en el suelo, y sintiendo ráfagas de un aire fresco que trae consigo olor a tierra mojada, se respira calma porque la tormenta ha terminado y la noche ha llegado.
Es en este ambiente tan especial, donde todo se pinta de tonalidades azul rey oscuro, y negro.
No gobierna la noche todavía, pero esta se adelanta a través de estos colores.
El azul rey es mi favorito, y por eso, aprecio mucho los escasos atardeceres de este estilo cuando llegan a ocurrir.
Esta visión es especial en las presas, o cerca de lagos, por la frescura del momento, y el sentimiento de libertad al estar en un espacio abierto.
El momento en el que el sol se oculta es único.
No sé por qué, pero independientemente de con quién estés, o de la acción que se esté haciendo, siempre genera la misma sensación: calma.
Ver el último milímetro del astro rey ocultarse tras la línea del horizonte, causa en el corazón sentimientos de paz y de tranquilidad.
Es como poner el punto final a una historia, o escuchar la última nota de una melodía, da la misma sensación de admirar los detalles finales de una pintura al óleo, o de disfrutar el último bocado de tu postre favorito.
Pero los conocedores, saben que ahí no acaba el atardecer, al contrario, ahí es donde comienza, toda la gama de colores en el cielo y en las nubes, ocurre después de que se ha ocultado el sol.
En los siguientes minutos, los últimos momentos de luz diurna, la bóveda se pinta de todos los colores posibles, la luz y la oscuridad se combinan para crear auténticas obras de arte, y la vista se recrea ante aquel espectáculo de la naturaleza.
Es el momento de contemplar el panorama y sublimar el alma.
No es hasta que la primera estrella se vislumbra, y la oscuridad domina más de tres cuartas partes del cielo, cuando podemos decir que el espectáculo a ha terminado.
Cuando las siluetas de todo se pintan de negro, y se vuelve difícil distinguir lo que hay frente de uno, cuando podemos decir que este paraíso ha terminado.
Con la calma propia de quien lo ha podido admirar, y el recuerdo reciente de los momentos coloridos de un atardecer sinaloense único, la mente y el cuerpo se encuentran en el estado adecuado para ir a descansar, y terminar el día.
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© José María Rincón Burboa