EL REGRESO A CLASES

Estos días previos huelen a las calcomanías con el nombre y el grado que se pegaban en los útiles.
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Las tardes de verano se hacían cada vez más calurosas, y el cielo se nublaba cada vez más. El aburrimiento se hacía más común, conforme los muchos juegos e ideas ingeniosas se acababan.

La emoción de un viaje ya hecho había quedado en el pasado, y a uno no le quedaba de otra más que aceptar, que ya deseaba volver a clases: para volver a ver a los amigos, retomar actividades vespertinas, y en más de una ocasión, aprender de alguna materia que querías conocer.

Ese es el paraíso de hoy.

Todo empezaba unas semanas antes, desde la compra de libretas y útiles, la búsqueda de libros, cada tanto se estrenaba mochila, y la incomodidad de medirse uniformes, dándole la escusa a las madres para darse cuenta de lo que habías crecido en el verano.

Estos días previos huelen a las calcomanías con el nombre y el grado que se pegaban en los útiles y a papel contact que causaba regaños cuando quedaban “burbujas”.

Se sienten a emoción de tener colores nuevos, y a armar un estuche con borradores y sacapuntas.

El domingo antes era de bolear zapatos, y meterlo todo a la mochila, de ver a mamá dejando el uniforme planchado en el cuarto, e intentar dormirse temprano, para no tener problemas la mañana del lunes en que empezarían las clases.

La entrada solía estar abarrotada el día que se reanudaba la escuela las madres de los menores se bajaban con ellos, para acompañarlos al salón, mientras que los más grandes, se dirigían directo a las listas, deseando encontrarse en las listas con el grupo de amigos con los que podrían divertirse, esperando que el titular fuera uno de los profesores recomendados por las amistades de mayor edad.

De pronto veías que un amigo no estaba inscrito, y rápidamente identificabas a los nuevos. Antes de que todos tuvieran celular, y el contacto entre los niños era menor, había sorpresas al leer los nombres de cada salón.

Dependiendo de la edad, el primer momento en el aula era especial: ya sea encontrando el lugar que tuviera tu nombre, o peleando un asiento junto a las amistades, esperando estar en un buen punto para poner atención, o para distraerse, según cada uno quisiera.

Y conforme se iba llenando el salón, el reencuentro con los amigos era especial, porque durante esa primera semana, se escucharían todo tipo de historias de viajes, aventuras, amores, y hobbies nuevos.

Era momento de volver a conocerse, algunos volvían con lentes, otros con brackets, o sin ellos.

Entre los hombres, destacaba el que volvía con la voz más grave, o el más chaparro regresaba siendo uno de los altos, y entre las mujeres, pasaba que alguna regresaba a clases robándose la mirada de los compañeros, y la envidia de las amigas.

Pero todas estas charlas, eran frenadas conforme entraban los profesores.

El silencio cubría el aula en aquellas materias con las que nos asustaban los amigos de más edad:

Particularmente recuerdo cuando llevé física en segundo de secundaria.

O bien, las historias del verano se volvían parte de la dinámica de la primera clase cuando un maestro querido le pedía a cada uno pasar al frente a contar alguna anécdota de las vacaciones.

No faltaba el nuevo docente, que resultaba un misterio para todos, al que se iba conociendo con reserva, así como aquellos con antigüedad, que relataban darles clase a los hermanos mayores, e incluso a los padres de los alumnos que iniciaban curso escolar.

La dinámica solía ser siempre lo mismo cuando nos daría clases un nuevo maestro:

Cada quien se presentaba, decía algo de sí mismo y explicaba qué creía que verían en esa materia.

Los profesores conocidos omitían esa parte para comentar cómo evaluarían la materia, y enlistar los temas que se incluían en el temario.

Terminaba con la charla que variaba según la etapa en que te encontraras:

Si estabas en los altos grados, los maestros recordaban que esperaban más madurez, y si eras de los grados entrantes, decían que había acabado la etapa académica anterior y que esperaban cosas nuevas de los alumnos.

Siempre iba enfocada a recordar que habíamos crecido, y debíamos dar pasos hacia adelante.

Ya en la Universidad, el inicio al primer día de clases fue aún más emocionante.

Para los foráneos, implicaba la llegada a una nueva ciudad, con una libertad nueva, que muchas veces fue arma de doble filo.

Empezamos con la emoción de saber que aprenderíamos de lo que nos apasionaba, prestábamos atención en el propedéutico a los comentarios de los departamentos universitarios, recorrimos las instalaciones y aprovechamos para conocer gente totalmente nueva, y para madurar nuestra personalidad, de adolescentes a jóvenes.

Es una etapa de nuevos inicios, llenos de ilusión, madurez e independencia.

Fue en estos años universitarios, cuando a los foráneos nos tocaba regresar a una ciudad más grande, con comida del lugar del que éramos originarios, y más de algún regalo para los amigos locales, descansar un par de días en la urbe donde vivíamos antes de empezar con las clases, y de adaptarnos nuevamente a estar lejos de la familia.

El reencuentro en esta etapa, hablaba también de lo que buscábamos en nuestra carrera: se hablaba de los nuevos trabajos, de los proyectos académicos que queríamos en esa etapa, y de los que se iban de intercambio a otros países.

Esa primera semana estaba llena también de ciertas confusiones, y las risas que estas conllevaban.

Cuando te equivocabas de salón y entrabas a una clase que no era la tuya, o el profesor cometía el error de pensar que un grupo era otro.

A veces los mismos maestros se veían entre sí, sin entender por qué los dos tenían clase en el mismo salón a la misma hora, siendo materias diferentes.

Uno tardaba algunas semanas en aprenderse el horario, en conocer la dinámica de cada día, y en identificar aquellos días tranquilos y los que serían más complicados. 

Esa primera semana no había tareas, y si las había, eran algo divertidas, relativas a lo que hicimos en vacaciones. Las clases tampoco eran pesadas, solía haber exámenes de ubicación o recordatorios de los temas vistos el año anterior. 

El clima de esta etapa no era fijo:

Así como nosotros pasábamos del descanso vacacional a la disciplina académica, el cielo dejaba de pintarse de un azul brillante de luz cálida, a nubes oscuras cargadas de lluvia.

Estas tormentas sorprendían muchas veces durante el regreso a clases, y eso implicaba pasar el día con los zapatos mojados, después de brincar entre charcos, o de tener qué llevar alguna chamarra para no estar todo el día con el uniforme empapado. 

Para los profesores, este momento también se convierte en un paraíso.

Un maestro que tenía años dando clases, decía que antes de tomar una nueva generación, se sentía como cualquier futbolista antes de un partido:

Con una cierta emoción, porque con cada grupo pasaban cosas diferentes, y él siempre aprendería algo de los muchachos.

Como niño y joven, era fácil darse cuenta de aquellos docentes que se sentían así, y que aprovechaban los días previos al regreso a clases para decorar un salón, planear actividades de presentación o buscar formas creativas de calificar al grupo.

El regreso a clases es un paraíso que uno aprecia cuando ha crecido.

Cuando la vida ya no se mide en etapas de agosto a junio, y las vacaciones se vuelven en un tesoro aún más apreciado.

Era un momento de reencuentro, de reconocer el crecimiento y de tomar retos nuevos.

Era una temporada corta del año, pero que dejaba recuerdos para siempre:

Cuando conocías a un nuevo amigo, o sentías admiración por algún profesor.

Y conforme el verano dejaba de serlo, para dar paso al otoño, el regreso a clases se diluía cuando en los calendarios se veía la primera evaluación.

Uno se enrolaba y se daba cuenta de que el ciclo escolar ya estaba a toda marcha.

© José María Rincón Burboa

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