LA HOSPITALIDAD DEL MEXICANO

La primera vez que viví esto, fue camino a la sierra de Choix, atravesando zonas peligrosas, según las noticias.
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Es cierto que el camino a veces puede ser feo, y peligroso, tal vez te toque pasar por áreas donde hay deslices de tierra, o ver gente armada en la carretera.

Uno pudiera sentir desconfianza, pero termina dominando la sed de aventura, o el cariño por llegar a ver a la familia.

De esta forma es como llegas a las rancherías, de tamaño pequeño, y rodeadas de naturaleza, donde el extraño es visto con momentánea reserva, pero tras una breve conversación, se vuelve visible el paraíso de esta semana:

La hospitalidad del mexicano.

La primera vez que viví esto, fue camino a la sierra de Choix, atravesando zonas que constantemente eran señaladas en las noticias por peligrosas, buscábamos llegar a un lugar donde hay familia.

Desde que se acabó el pavimento hasta que llegamos al ranchito pasaron más de dos horas.

Pasamos un par de arroyos que corrían con mucha agua, y veíamos hacia los voladeros cuando la vereda se tornaba angosta en las laderas de un cerro. Pero, finalmente llegamos.

La primera casa de la ranchería era donde nos recibían cálidamente: tenía paredes de adobe, vigas de madera y techo de palma seca, una terraza amplia y un delicioso olor a hornilla que nos hizo recordar que aun no habíamos comido.

Atrás de la casa, se veían los corrales, de cerdos, gallinas y vacas.

La familia se apuró en atender a la abuela, sugiriendo que querría descansar después de un viaje de más de seis horas, pero la señora, rejuvenecida como cada vez que regresaba a aquel lugar, se negó, deseosa de ir a visitar a los demás familiares que vivían allá.

Los que no nos quedaríamos en aquel hogar, volvimos a subir maletas, y empezamos el camino.

En cada casa a la que llegamos, nos recibían con cariño y calidez sin igual, aunque no me conocieran, bastaban unas palabras de mi abuela para que identificaran de quien soy hijo, y me trataran como a un amigo de toda la vida.

A mis dieciséis años, no fue problema sentarme en la mesa de cada hogar por el que pasamos, donde nos servían un plato de frijoles caldudos, queso oreado y tortillas de harina, que normalmente se iban preparando conforme las íbamos pidiendo.

Disfruté como nunca imaginé de aquella comida, en un clima nublado donde llovía con fuerza y empezaba a refrescar.

Así nos dio la tarde, y llegamos al lugar donde dormiríamos, donde nos habían reservado un cuarto amplio, de techo de madera, y el lujo de un baño integrado, recuerdo que nos llevaron cobijas a los cuatro primos que dormiríamos ahí, ante lo cual, nos vimos atónitos, considerando que era agosto.

El familiar de por allá nos sonrió, y nos recordó que estábamos en la sierra, que refrescaría por la noche, y así fue.

Creo que a las seis de la mañana estábamos despiertos todos los primos, dudosos si salir o no, por vergüenza a despertar a la familia.

Pero nada de eso, ellos ya llevaban mínimo una hora despiertos, preparando uno de los mejores desayunos que he probado, con tortillas de harina recién hechas, huevo y machaca preparada ahí mismo.

El agua para el café hervía, y la mesa estaba lista para nosotros.

Hubo otras visitas a ese mismo lugar, donde parecía que no cabíamos, pero siempre había un colchón, una almohada o una cobija, para hacer tendido en la casa, y hacer un campito para todos.

Recuerdo cuando llegaba familia a Culiacán, y en los hogares de los que recibíamos a los parientes, los primos movíamos sillones de la sala, mesa y sillas del comedor, para dejar espacio libre y tener dónde dormir.

Pero no solamente con la familia ocurre eso.

Hace poco, subí a la sierra después de Tepuche, ya estábamos a pocos kilómetros de Durango y no lográbamos dar con el arroyo en el que queríamos pasar la tarde.

En el camino vimos gente armada, camionetas blindadas y carros del Ejército.

Los que iban conmigo me pedían detenernos, e incluso regresarnos, pero después de unos segundos, decidí que valía la pena darle la oportunidad a la gente del lugar, y arriesgarme.

En aquel pueblito, llamado Junta de Bagrecitos, frené el carro en uno de los pocos lugares que encontré, en medio de una carretera apretada y rodeada entre los cerros, caminé un poco, y en una de las casas vi una familia grande, varios niños y niñas en shorts y ropa ligera, dos mujeres y un hombre mayor.

Me vieron con desconfianza, pero me apegué a las reglas de la hospitalidad, dando las buenas tardes y presentándome, diciéndoles que venía con gente de Guadalajara que querían conocer el lugar.

Por unos segundos mantuvieron la postura de darme la respuesta limitada que se le da a un extraño, incluso, uno de los niños me cuestionó, con el tono con el que lo hacían los narcos, que si yo iba a causar problemas por ahí.

Pero fue otro muchacho, un poco más grande, que con voz relajada me preguntó si quería ir al “timón”.

Le dije que yo no sabía cómo se llamaba el lugar de las fotos, pero que quería llegar al arroyo donde uno se puede bañar, sonrió y me dio las indicaciones que necesitaba.

La familia se relajó un poco, pedí más detalles para no perderme, y me invitaron a pasar a la casa.

Una de las mujeres tomó más confianza, y me dijo que no me preocupara, que ellos irían allá en unos momentos más, y podrían ayudarnos a llegar.

Cuando vieron que regresé por el carro, me dijeron que podía meterlo en su terreno, y me ofrecieron su ayuda si se necesitaba algo.

Así fue como pasamos algunas horas en el cauce de aquel arroyo, conviviendo con la gente del lugar, en un panorama lleno de niños, que disfrutaban de sus vacaciones en aquel riachuelo, en un ambiente sano, alejado de los vicios de la ciudad.

Entre las risas del momento, lograron animar a sus padres a meterse al agua, y hasta la abuela terminó adentro.

En otra ocasión, recorríamos la sierra costera de Michoacán, una noche de día de muertos.

El panorama daba cierto miedo, era impresionante por desconocido y por bello:

En algunas curvas nos veíamos atrapados entre las faldas de los cerros, atravesábamos arroyos a los que no llegaba ningún rastro de luz, y después de un par de curvas, alcanzábamos alguna cima, observando la playa de noche, iluminada por una luna casi llena.

Cada que veíamos algún pueblo, nos deteníamos, recorríamos sus calles empedradas, y buscábamos el panteón:

Porque esa era la magia que queríamos probar.

Como si fuéramos miembros de la comunidad, nos recibieron en cada uno de esos lugares, nos ofrecieron pan dulce y bebida caliente, y nos permitieron pasear por los cementerios, mientras nos asombrábamos de las decoraciones dignas de la festividad.

Eran horas altas de la madrugada, cuando después de varios altos, nos frenamos en una playa, conocida como La Llorona, donde solo había dos o tres cabañas de pescadores.

Nos dieron la confianza de pasar, de montar la casa de campaña y descansar ahí.

A la mañana siguiente, cuando vieron que estábamos despiertos, nos ofrecieron pescado, arroz y huevo para desayunar, prometiéndonos el marisco más fresco de nuestras vidas, uno recién obtenido del mar.

Lo mismo he vivido en la sierra de Cabo Corrientes, en Jalisco, pasando por algunos pueblitos mágicos, donde fuimos atendidos como reyes:

Nos ofrecieron café, pan artesanal, nos pasearon por algunas calles de El Tuito, visitamos la Iglesia previo a los festejos de Semana Santa, y nos dieron un recorrido por los principales lugares del pueblito.

Una cantidad importante de europeos se sorprendía de ver que el mismo mexicano ignora la existencia de estos lugares.

Es una magia muy de nuestro país, propia de la persona alejada de la prisa citadina, y de la desconfianza a los desconocidos.

Experimentar este paraíso nos recuerda la vida de comunidad que se hacía en tiempos anteriores, donde todos se ayudaban, y al extraño se le ofrecía ayuda.

Y vale la pena detenernos a pensar, ¿podemos hoy en día crear esa experiencia para alguien más?

Ojalá la respuesta sea “sí”, porque es un paraíso que no debemos dejar morir.

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© José María Rincón Burboa

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